El terrorífico mundo de las personas del anuncio

La publicidad ha calado en el imaginario colectivo. Respiramos su lenguaje desde pequeños y sin saberlo, lo usamos diariamente en las redes. Pero en el universo digital hay una diferencia abismal entre los anuncios y nuestras opiniones.
Carmen PachecoHulton Archive

Uno de mis primeros trabajos como creativa publicitaria, hace una cantidad de años inafrontable, fueron los textos para el folleto de un hotel de lujo. La información con la que debía trabajar era apenas un puñado de palabras en forma de listado: Suite, Junior Suite, Doble superior con vistas al mar… Con mi ingenuo optimismo de becaria, pregunté: “¿Y dónde miro las fotos?”. Por supuesto, aún no había fotos, no había web, no había nada. Y sí, todo eso no impedía que los textos fueran para esa misma tarde.

No me quejo, porque aquel terminó siendo uno de los trabajos con los que más aprendí. Después de todo, a los publicistas no nos pagan por transmitir información, sino por crear emociones. Mediante una obra de ingenieria verbal, conseguí escribir un bellísimo párrafo para cada tipo de habitación, sin incluir ni una sola mentira. Hay palabras que siempre dicen la verdad, y en nuestro gremio las conocemos todas. Por ejemplo, la decoración del hotel no era minimalista ni barroca, era elegante (¿sobre qué baremo podría negarse?). El ambiente, acogedor. Las vistas, obviamente, incomparables. Y la experiencia, tal y como avalan las leyes del espacio-tiempo, sería única. Lo mejor o lo peor de todo es que, gracias a la magia equívoca del lenguaje, ese texto apuntalado sobre clichés vacíos conseguía de cierta forma dotar a aquellas habitaciones de un espíritu propio. Cuando terminé de escribir, sentí algo que se repetiría a lo largo de toda mi carrera: tenía unas ganas imperiosas de reservar una habitación en aquel hotel que nunca había visto. Me había convencido con mi propio texto.

A partir de la llegada de las redes sociales, he observado con sorpresa lo bien que la persona media maneja el lenguaje publicitario. No todo el mundo sabría cómo empezar a escribir una rescisión de contrato, pero sí la oferta de un coche. El lenguaje publicitario está allí donde miremos, lo hemos respirado desde que nacimos y, salvo en el caso de eruditos y ermitaños, es probablemente el tipo de texto que más hemos consumido. Es por eso que entendemos sus mecanismos de manera inconsciente. La publicidad es salvaje y competitiva. Hay muchos anuncios y la atención del público es limitada. Todos comprendemos que en una plaza llena de vallas o en una web repleta de banners nadie recordaría un mensaje del tipo “Tal bebida está bien”. Quizá sea verdad, pero no crea ninguna emoción y, por lo tanto, se olvida en el acto. Del mismo modo, en ese bazar árabe de palabras que es Facebook o Twitter, sabemos que nadie prestará atención si contamos que la película que vimos ayer “no estuvo mal”. Sin darnos cuenta y por contagio, adoptamos un tono publicitario cuando decimos que es “la mejor peli que hemos visto en mucho tiempo” —y no mentimos, porque el tiempo siempre es relativo— o “un bodrio infumable que no merece el bombo que todo el mundo le da”. Nos polarizamos para crear emociones y para sentirlas, porque, como me ocurrió a mí con aquel hotel, mientras escribimos interiorizamos las palabras y nos convencemos de ellas.

Esta es la razón de que hoy en día nuestro mundo digital tenga el carácter inflamable de una página de contactos, donde se entretejen cargadísimas emociones sobre temas personales, políticos, culturales o religiosos en torno a un torrente de información que nadie tiene tiempo de verificar. Es curioso que con este panorama los anuncios hayan empezado a sonar amables, formales e incluso comedidos. Porque aquí viene lo más gracioso de todo. La publicidad, despiadada como es, se somete a una regulación. No puede mentir, no puede incitar al odio, no debe atacar a ningún colectivo. Pero nosotros sí. A nosotros, las personas anuncio, nadie nos pone límites.