Uno no va de vacaciones a Polonia sin plantearse una visita al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Me apetecía cero, hubiera querido evitarlo, pero no concebía no ir.

11 de mayo, 2024

de Carmen Pacheco

Ilustración de Ferdinand Staeger para Jugend, 1911.

Queridas personas:

La semana pasada estuve viajando por Polonia, haciendo el tipo de turismo más clásico posible: pasear por el casco antiguo de las ciudades, visitar museos y comer en restaurantes de comida tradicional. Pero uno no va de vacaciones a Polonia sin plantearse una visita al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Me apetecía cero, hubiera querido evitarlo, pero no concebía no ir.

Cuando nos dirigíamos allí en coche, le comenté a mi novio: «igual alguna persona se pone a llorar y todo, ¿no?». Por supuesto, la persona fui yo. No la única, pero sí de las primeras. Te crees que has visto y leído tantas cosas sobre los campos de exterminio, que el lugar en sí, desprovisto ya del sufrimiento e inundado de turistas no va a poder impresionarte. Sin embargo, la prosaica materialidad de lo real es siempre devastadora.

La guía de mi grupo no hacía la menor concesión al dramatismo. Solo arrojaba un dato tras otro, marcando las pausas necesarias para que los digiriéramos. Uno especialmente brutal: la mayoría de personas que llegaron a Auschwitz pasaron en el campo menos tiempo de lo que duraba nuestra visita. Después de ser seleccionados en la plataforma del tren, los llevaban directamente a las «duchas» donde morían gaseados. Una medida que casi podría parecer piadosa, teniendo en cuenta las condiciones del campo, si no fuera por los veinte minutos de agonía que el Zyklon B tardaba en hacer su efecto.

Supongo que para cada persona funciona de forma distinta y puede que haya quien termine el tour sin haber procesado ninguna emoción. Para mi novio, por ejemplo, la parte más dura fue un pasillo lleno de fotos de los presos, mientras que yo, en ese punto, estaba ya protegida por un ataque nihilismo impermeable. Dos cosas antes me habían destruido. La primera fue la sala llena de pelo. Siete toneladas de cabellos rasurados, esquilados, de las mujeres que fueron exterminadas en el campo. Los nazis, siempre prácticos, trataron de encontrar una salida para el material que se les acumulaba: probaron a fabricar tejidos y cuerdas con el pelo humano. Ni siquiera es algo que no supiera antes de ir, pero verlo en persona lo hizo real y aún cuando escribo esto se me vuelven a saltar las lágrimas. La deshumanización más extrema. Las personas como objetos. Materia prima que aprovechar de algún modo.

La segunda cosa que me dejó clavada en el sitio fue la casa de Rudolf Höss, comandante del campo durante unos cinco años. En la película La zona de interés de Jonathan Glazer, basada en la novela de Martin Amis, se muestra la vida de su familia al otro lado del muro. Una rutina normal, idílica, de niños que juegan en un jardín precioso, abonado con cenizas humanas. La película lo deja claro: los Höss vivían felices y despreocupados a solo unos metros del horror, pero en persona, la proximidad de la casa y el crematorio es inconcebible. Mi cerebro se hizo pedazos.

Eso fue para mí lo peor de la visita. El relato colectivo, las innumerables ficciones que hemos consumido sobre el Holocausto, representan el campo de exterminio de Auschwitz como la obra suprema del «Mal», pero al hacerlo, lo revisten de cierta épica, porque la existencia del «Mal» implica la existencia del «Bien». Yo, sin embargo, no percibí en absoluto esa maldad pura que culturalmente encarnan los nazis. Para mí el campo es un testimonio brutal de la normalización de un proceso: la «Productividad», la «Optimización», la «Eficiencia». Hasta la crueldad más inhumana que sufrían las víctimas no estaba dictada por el sadismo sino por una estrategia brillante orientada a cumplir con los objetivos marcados: que los presos no escaparan, que no tuvieran la esperanza ni las fuerzas de intentarlo, que duraran vivos lo justo para trabajar antes de ser reemplazados por una nueva remesa y que el exterminio siguiera un ritmo sostenible y escalable. Uno casi puede visualizar el ingenioso diagrama de flujo en una slide de Power Point

Nos gusta pensar que el bien y el mal son conceptos externos, puros, inamovibles, pero la realidad es que tenemos cerebros orientados a la supervivencia, capaces de normalizar cualquier situación si colectivamente nos parece válida. Hace unos mil años, cuando la esclavitud era una práctica extendida, lo que hicieron los nazis solo hubiera resultado llamativo por la industralización y escala del proceso. Ahora nos parece terrible, pero convivimos sin inmutarnos con todo tipo de atrocidades sistémicas que tenemos normalizadas.

Al final del recorrido la guía nos agradeció que hubiéramos hecho el tour porque es una experiencia desagradable, pero necesaria. Pensé que tenía razón. Aunque estuve contando los minutos para que acabase y pudiéramos huir de allí, no me arrepiento de haber ido. Nos dijo que era importante tener presente lo que había pasado en Auschwitz, porque «hoy en día la historia volvía a repetirse». Lo dijo de esta forma vaga que, como empleada del museo, es la única que puede permitirse, pero pensar que mientras estábamos allí, el gobierno de Israel estaba bombardeando a civiles en Gaza, respondiendo a una masacre con un genocidio, era el sinsentido más absoluto. ¿Cómo podemos convivir con eso?

Uno sale de la visita al campo de Auschwitz y pone música en el coche, decide dónde va a ir a comer, qué monumentos ver al día siguiente, y aparta la mente en seguida de lo que acaba de ver. Sin embargo, si eres como yo, en el fondo reconoces con inmenso fastidio un hecho ineludible: vas a tener que escribir sobre ello.

Lo que me hizo llorar en la sala del pelo es en parte innato. Un grado variable de empatía con la que venimos al mundo porque supone una ventaja evolutiva: los humanos sobrevivimos mejor en grupo. Pero el cerebro es un órgano plástico que a la larga puede «sobreescribir» o limitar esta empatía básica si las circunstancias lo requieren. Podemos compartimentar emociones y sesgar radicalmente la lógica de la que tanto nos vanagloriamos. Así que lo que me hizo llorar es mayormente cultural: los valores que me han inculcado, los que yo he elegido y conscientemente defiendo, porque no quiero vivir en un mundo que no los respete.

Considero que es mi deber, irrelevante quizá, pero no por eso menos imperativo, difundir esos valores, reforzarlos en el cerebro de otros. Evitar en la medida que esté en mi mano que a alguien le parezca normal o indiferente lo que a mí me horroriza.

Me he planteado si escribir o no esta carta. Muchos me habéis repetido que Flecha es una newsletter que os hace sentir bien, que os regala un rato de calma los sábados por la mañana. Y a mí hoy no se me ocurre otra cosa que escribir sobre el Holocausto y el genocidio en Gaza. Pero es que por suerte, o más bien porque yo me lo he propuesto así y me lo puedo permitir, Flecha no es un producto y vosotros no sois mis clientes. Tampoco me debo a una línea editorial guiada por métricas, que contente a la mayoría e incomode al menor número de personas posible. Ni creo que los lectores que más aprecio quisierais que obrara así. En estas cartas yo comparto periódicamente mi visión del mundo y el mundo está lleno de cosas bellísimas pero también de injusticia y dolor que a veces no puedo ni quiero ignorar. No lo hagáis tampoco vosotros. No dejéis morir vuestra empatía. Nunca aceptéis que el sufrimiento de otros, aunque estén lejos o al otro lado de un muro, sea lo normal.

 

🎧 No iba a poner banda sonora a esta carta porque no me apetecía, pero me he acordado de la escena más bonita de La zona de interés . Una niña que deja comida a los prisioneros toca en el piano Sunbeams, una melodía compuesta por Joseph Wulf, un superviviente de Auschwitz III, que escribió la pieza mientras estaba en el campo. En esta entrevista, Jonathan Glazer habla de ello y de quién fue su inspiración para la niña.

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La memoria

Hasta mi visita a Auschwitz no me había parado a pensar realmente en cómo tiene que ser hoy para una persona judía (no solo exterminaron allí a judíos pero la mayoría lo eran) ser consciente del Holocausto o hacer la misma visita que yo. Saber que allí mataron a un millón de personas solo por ser como tú, por existir. ¿Cómo se gestiona la rabia o la sensación de injusticia atroz? ¿A qué da derecho ese sentimiento? ¿Qué relato se construye con él y cómo se mide tu dolor con el de otros? Pienso mucho en este hilo de Twitter últimamente.

 

La negación

La zona de interés me afectó mucho, pero fue después de visitar el campo cuando no podía dejar de pensar en los hijos de los Höss. ¿Qué pasa cuando descubres que tus recuerdos felices de infancia tenían de fondo uno de los mayores horrores de la historia? Os invito a conocer la increíble historia de Brigitte Höss, modelo de Balenciaga y triste reina del autoengaño.

 

La impunidad

Después de elegir la imagen que ilustra esta carta, se me ocurrió buscar la biografía del artista porque era alemán. ¿No daría la casualidad de que estaba usando la obra de un nazi? Pues efectivamente. No me sorprendió descubrir que Ferdinand Staeger se uniera al NSDAP en los años 30 y durante el Tercer Reich recibiera varios reconocimientos por sus pinturas ensalzando las gestas del ejército nazi. Sí me quedé bastante alucinada cuando supe también que en 1965 seguía siendo un pintor de éxito y fue visitado por la reina Isabel II en su estudio. No se me ha ocurrido cambiar la imagen porque creo que es buena muestra de cómo personas inteligentes con un gran talento y sensibilidad pueden acabar siendo cómplices de atrocidades.

 

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La paradoja

El Zyklon B es el pesticida con base de cianuro que se usaba en Auschwitz para gasear a los prisioneros. Esta sustancia debía su existencia al trabajo de Fritz Haber, un premio Nobel de origen judío, que durante la Primera Guerra Mundial desarrolló el uso de armas químicas en el campo de batalla. Es una de las figuras históricas que aparece como personaje en Un verdor terrible de Bejamín Labatut (tengo sentimientos encontrados hacia este prodigioso libro por la extrema ficcionalización de hechos reales) y quienes lo hayáis leído sabréis que el padre de la industrialización de la muerte fue también el padre de la industrialización de la vida. Hoy en día, gracias al proceso Haber-Bosch que permite sintetizar amoníaco, se producen 100 millones de toneladas de fertilizante de nitrógeno al año y se da de comer a más un tercio de la población mundial. Este hallazgo permitió una explosión demográfica sin precedentes en la historia y alteró para siempre nuestro planeta. Aproximadamente el 50 % de nitrógeno de nuestro cuerpo tiene este origen sintético. Como dice Lewis Dartnell, nuestros cuerpos son en parte un producto industrial. Y yo pienso a menudo: también la obra de un criminal de guerra.

 

Me despido por hoy. Me gustaría deciros que mi próxima carta volverá a los temas habituales, ¡pero quién sabe! Tendréis que esperar dos sábados a descubrirlo.