Queridos míos:
Este verano he tenido muy poco tiempo para no hacer nada, que es mi actividad preferida. Por eso el otro día, cuando por fin me concedí una mañana libre, descarté cualquier plan, y decidí dejarla pasar ante mis ojos. El mayor lujo que se me ocurre.
Estuve horas tumbada en la cama, mirando un techo y una pared blancos como aquellos otros que miré en la infancia, cuando ni siquiera existía internet y la vida transcurría en un solo plano sin demasiadas interrupciones. Había lecturas con las que crear paréntesis pero el exceso de tiempo era tal que esos viajes de la imaginación apenas hacían mella en los largos días de aburrimiento.
Me quedé allí en la cama, sin moverme, cansada, contenta, imperturbable, mirando cómo la franja de sol que se colaba por la ventana iba avanzando posiciones. Desde fuera llegaba el canturreo de los pájaros y una chicharra azuzada por el calor. También un rumor de tráfico lejano que me recordaba que había gente haciendo cosas, mientras yo decidía no hacerlas.
El tiempo pasó en seguida, apenas me parecieron minutos, quizá porque no pude evitar mirar el móvil varias veces. Pero tuve al menos el recuerdo de aquellas horas largas de verano, infinitas, odiosas, en las que no había nada que hacer. Cuánto daría por sufrirlas de nuevo.
No es nostalgia de un pasado idealizado por el recuerdo borroso de la infancia, es la pena de haber perdido mi lugar de origen. Porque yo pertenezco a ese tiempo vacío. Es allí donde nació esta voz que os escribe ahora. En esa soledad silenciosa de las horas inmensas yo lograba escucharme por primera vez. Si tan solo pudiera poder volver a ellas y reencontrarme conmigo.
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