Queridas personas:
Últimamente, para motivarme, busco en el móvil los vídeos de mi sobrino pequeño que me manda mi hermana. Este individuo me fascina porque, a diferencia de lo que me pasa con su hermano mayor, no me reconozco en absoluto en él. Quizá percibo algo de la disposición alegre de mi madre, o tal vez es que ha salido enteramente a la rama paterna, los misterios de la genética se me escapan. El caso es que en sus bailes, sus risas y hasta sus escandalosas rabietas no detecto rastro alguno de los mecanismos subterráneos de la melancolía que tan fácil me resulta ver en las personas con las que comparto naturaleza.
Si siguiéramos la clasificación lumínica que se me acaba de antojar, creo que encontraríamos que la mayoría de humanos son un conjunto equilibrado de claroscuros. Otros, sin embargo, arrastran demasiada sombra y hay un tercer grupo compuesto por estallidos de luz. Mi sobrino pequeño pertenece sin duda al tercer grupo y su hermano y yo, al segundo. Los médicos del Renacimiento, más poetas que científicos, me hubieran dicho que si quiero contrarrestar mi exceso de bilis negra y la influencia de Saturno (les reafirmaría conocer la importante posición que ocupa este planeta en mi carta astral y que además me dedique a escribir), no debería vestir de negro, ni beber demasiado vino o comer demasiada carne. También me dirían que no viviera solo en mi mente, que recordase que tengo un cuerpo y lo moviese todo lo posible, mejor si es al ritmo de la música. Si ignoramos que me recomendarían además no comer lentejas o berenjenas porque son oscuras, en realidad se parece a lo que me aconsejaría un psicólogo o cualquier persona sensata de este siglo.
Este exceso de sombra, cuyo motivo muy probablemente no estará en los astros, sino en los genes y los ritmos circadianos, explica cómo nos sentimos algunas personas cuando se acerca el solsticio de junio. Tras la breve euforia primaveral que trae consigo el aumento de la luz, es evidente que hay cuerpos que no están hechos para tantas horas de sol. El sueño se vuelve breve, frágil, y el trino de los vencejos que ya han llegado para conquistar el aire acaba por meterse en el pecho, como si los pájaros gritaran desde el propio interior. Se acerca el verano y, aún en las circunstancias más felices, surge una incomprensible y repentina desazón del espíritu. La melancolía activa sus resortes, se pone en marcha un circuito por el que fluye un líquido oscuro, que al pasar por el oído nos susurra cosas. Crece la sospecha de que se está preparando una gran fiesta y no hemos sido invitados.
Ser consciente de todo esto, conocer los puntos débiles de la naturaleza melancólica, ayuda a no ser víctima de ella. Solo habrá que cruzar el umbral astronómico y las horas del día irán volviendo a equilibrarse, llegará el verano y nos asaltará una nostalgia que, con cierta habilidad, podremos destilar en un dulce licor. Si además ponemos voluntad por nuestra parte, escaparemos a la prisión de la propia mente y, sin negar nuestra sombra, disfrutaremos la sanadora compañía de esas otras personas a las que les sobra luz.
|