Queridas personas:
Muchos años atrás, cuando vivía sola, una de las cosas que más me gustaba hacer era salir a pasear y pensar que en ese momento nadie en el mundo sabía dónde estaba. Claro que cualquier persona con acceso a los registros de mi móvil podría haberme ubicado pero, ¿quién iba a querer hacer eso? Esa era la otra cosa que me gustaba imaginar: resultaba razonable suponer que en ese preciso instante nadie estaba pensando en mí. Yo solo era un cuerpo borroso para los transeúntes que se cruzaban conmigo o, aún mejor, absolutamente nadie cuando la calle estaba vacía. Lo más parecido a no existir y al mismo tiempo ser lo único que existe. La única consciencia testigo de los edificios, del cielo, del asfalto, del entramado de sombras bajo los árboles, de la cortina que asoma en un balcón, de un trozo de nube que se deshilacha y no vuelve a ser más.
Eran momentos de sentirme inmensa y libre. Insignificante. Una pompa de jabón brillante y perfecta, a punto de desaparecer.
Escribir estas cartas me genera a veces lo contrario a esa sensación. Es un ejercicio de identidad que me pesa en ocasiones, se me indigesta esta primera persona que me ata al mundo. De repente me veo en la tesitura delirante de mandar un correo a quince mil personas para decirles que tengo la gripe. ¿Qué locura es esa? Sin embargo, otras veces encuentro en el texto la oportunidad perfecta para diluirme. No ser nadie salvo una imagen, un puñado de letras y enlaces. Es fácil de entender, pero difícil de explicar: cuando las personas logramos despojarnos de parte de nuestra identidad, podemos convertirnos para otros en un lugar, un paisaje, un refugio. Algo tan sencillo y tan extraordinario como un punto de vista.
Sé que me entendéis, aunque me tropiece una y otra vez con esta primera persona. Hoy hagamos como que no estoy aquí.
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