Queridos míos:
Los que lleváis aquí más tiempo, quizá recordéis cuando os hablé de la casa de mi hermana y la ventana de la habitación en la que duermo. Este verano he podido volver a pasar unos días allí y reencontrarme con sensaciones veraniegas que necesitaba para recomponer mi mundo. Pero aún así, echaba de menos algo.
Tenía lo de siempre: mi familia más cercana, sobremesas en el porche, piscina y playa, sumado a la novedad emocionante de un nuevo sobrino. He sido más feliz de lo que podía esperar. Y sin embargo, la escena no estaba completa.
Por la noche, junto a la ventana, aguzaba el oído y me llegaban los ladridos lejanos de algún perro, el crepitar de las hojas al desprenderse del enorme ficus que flanquea la construcción, pero no oía a los grillos. ¿Será que no hace suficiente calor?, me pregunté al principio. Pero cuando volví en julio, ya no tenían ninguna excusa para no hacer acto de presencia.
Sé que es ridículo echar de menos un detalle así y, sin embargo, me parecía que la «normalidad» no era normalidad del todo sin escuchar ese sonido asociado al jardín, al verano y a las noches junto a esa ventana.
Por fin una noche, cuando iba a acostarme, lo oí. Era imposible no hacerlo. El grillo debía de estar a pocos metros y parecía más bien la alarma de un coche, si no fuera porque ni siquiera era del todo regular. Sonaba frenético y desquiciado. Gracias a él, me dormí plácidamente, ahora sí, completamente feliz.
Es curioso. La felicidad tiene que ver con éxitos, eventos importantes y buenas noticias, pero también está hecha de rutinas prosaicas y detalles ridículos que solo tienen sentido para uno mismo. No dejéis que nadie os convenza de lo contrario.
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