Queridas personas:
La naturaleza humana es un despropósito. Por mucho empeño que pongamos, yo no encuentro forma de ignorar este hecho. Fijaos si no en nuestra capacidad de adaptarnos. Supongo que con objeto de sobrevivir, el cerebro tiende a normalizar cualquier circunstancia. Normalizamos horrores de todo tipo, los propios y los del mundo. Pero, por desgracia, somos también capaces de normalizar hasta lo más extraordinario. Llegados a un punto, podemos dar por sentada la felicidad y la increíble suerte de haberla alcanzado.
Después de estar tan solo unos meses tocada por las sombras, me encuentro maravillada ante la luz, como si siempre hubiera vivido en la oscuridad. Todos los días me sorprende la fortuna de vivir una vida que, en realidad, ya llevaba disfrutando con poca variación desde hace una década. Ahora cualquier momento es motivo de celebración porque soy capaz de entusiasmarme con lo que antes daba por hecho.
Aun así, la felicidad no es completa. Una de mis múltiples maldiciones es no perder nunca de vista la escasa coherencia de la psicología humana. La misma voz interna que me atormentaba en los peores momentos —«por qué estás triste, no tienes motivo para estar triste cuando todo te va bien»—, me dice ahora: «qué importancia tiene que tú estés feliz cuando en el mundo continúan ocurriendo las mismas desgracias, cuando hay tanta gente sufriendo ahora mismo. Qué sentido tiene nada cuando sigue habiendo guerras, injusticias, catástrofes y toda tu especie es un pulso de dolor».
Pienso a menudo en esto. Cuando una está deprimida, el dolor ajeno supone una justificación: «¿cómo podría estar feliz yo con tanta pena a mi alrededor?», pero cuando se sale del pozo, llega la culpa: «¿cómo puedo estar feliz ahora si nada ha cambiado? ¿Me hace esta alegría insensible al dolor de los demás?». Podría parecer un caso de culpa cristiana, pero es más bien un ataque de pura repulsa ante la falta de coherencia y la psicología egoísta de estos cerebros plásticos, defectuosos, volubles, cuyo último fin no es el bienestar de nadie, ni siquiera el propio, sino la mera supervivencia.
Cuando pienso en estos términos, lo único que me calma es llevar el razonamiento al extremo, a la matemática más sencilla. Quizá no hay una razón lógica para tu felicidad, igual que a veces no la hay para la tristeza, o quizá ni siquiera la mereces más que otros. Pero, mientras tu bienestar no provoque daño a nadie de manera directa, estás reduciendo el cómputo total de sufrimiento en el mundo. Y si además, ayudas a otros y compartes esa felicidad, estás creando un impacto que, por mínimo que pueda parecer, es inequívocamente positivo.
Es una simplificación extrema, lo sé. Tal y como funciona nuestra sociedad, aunque la felicidad propia no cause un daño directo a nadie, parte del bienestar que la sostiene implica, de forma estructural, el sufrimiento de otros. Pero la voluntad de cambiar esto mediante la acción colectiva no se contradice con lo que afirma el párrafo anterior. Así que podéis guardar esta idea en caso de que os resulte útil, podéis aferraros a ella si estáis tratando de volver a la luz o ponerla debajo de la almohada cuando la vocecilla inquisidora cuestione vuestra alegría. No dejéis de asombraros por la felicidad. No dejéis de compatirla.
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