Queridas personas:
Hace unos 2000 años, en estas mismas fechas, los antiguos romanos celebraban la Saturnalia. Unas festividades en honor al dios ctónico de la agricultura que se prolongaban durante varios días y que no solo rendían culto a Saturno, sino a la propia tierra, al cambio de ciclo estacional. Estas festividades tenían como día culmen el 25 de diciembre, fecha que el emperador Augusto instauró como el Dies Natalis Solis Invicti (día del nacimiento del sol invicto), coincidiendo con el solsticio de invierno según el calendario romano. Es decir, se celebraba que después de meses de oscuridad el sol volviera triunfante, inconquistable, a ganarle otra vez terreno a la noche y devolvernos la luz.
Hoy en día tenemos constancia de que el sol ha estado todo este tiempo visible durante la mayor parte del día en el hemisferio sur y cuesta más imaginarlo con una diadema de rayos y un escudo brillante atravesando el cielo en su carro alado porque sabemos a ciencia cierta que es una esfera inmensa de hidrógeno y helio ardiendo en el espacio, en un permanente y glorioso estado de fusión nuclear. No menos extraordinario que un dios romano, si te paras a pensarlo.
Sabemos también que el sol no es eterno, pero no se extinguirá hasta mucho después de que nuestra especie haya perecido o evolucionado, por lo que mientras nos mantengamos en su órbita, podemos estar seguros de que todos los días amanecerá. Y sin embargo tener estas certezas materiales que los romanos ignoraban no le resta un ápice de fuerza al relato. Porque el relato ya estaba aquí antes de que los primeros homínidos pudieran siquiera llegar a pensarlo: a un ciclo de luz le sigue un ciclo de oscuridad para después volver de nuevo a la luz.
Este relato del sol que vence a las tinieblas se ha venido contando desde los albores de la historia y en su nombre se han llevado a cabo grandes gestas y las más horribles atrocidades. No es ni bueno ni malo, simplemente está grabado a fuego en nuestra forma de percibir el mundo y de nosotros depende el uso que hagamos de él.
Hace unas semanas, durante un viaje de vacaciones, tuve una de esas noches horribles de insomnio porque no importa lo lejos que vayas, tus ansiedades viajan contigo. Se me presentaron todas juntas en la oscuridad sin ventanas de un hostal terrible con la fuerza de una marea negra: desde preocupaciones ridículas distorsionadas por la falta de sueño hasta las penas más hondas con las que el corazón tiene que lidiar toda la vida. Imposible dormir. Imposible existir, si me apuras. Y en esa noche oscura del alma, me acordé de la Saturnalia y surgió la esperanza como una chispa: «hoy vas a ver amanecer», me dije, con una certeza sencilla y sólida a la que podía aferrarme durante las horas de oscuridad que aún estaban por venir. «Hoy vas a ver cómo sale el sol».
La mayoría de amaneceres que ocurren durante tu existencia no importan nada, no tienen la menor relevancia en tu vida, pero hay algunos llenos de significado, que están ahí para que tú se lo encuentres justo cuando lo necesitas. Porque el relato de la luz es también tuyo y te pertenece tanto como a cualquiera. Puedes y debes usarlo para vencer tu propia oscuridad. Atravesar una depresión, una ruptura, un duelo, un despido, una convalecencia o cualquier travesía dolorosa requiere el convencimiento de que por densas que parezcan las tinieblas el sol volverá a salir. El sol siempre vuelve a salir.
No solo vi amanecer ese día sino que lo hice en uno de los lugares más extraordinarios del mundo y los primeros colores que rompieron la noche me hicieron llorar con la cara pegada a la ventanilla de un jeep. Vi salir el sol triunfante en el horizonte blanco e infinito del salar de Uyuni en Bolivia y como la vida está llena de sombras pero también de luces, lo hice con el amor de mi vida al lado. Él, ajeno en ese momento a mi insomnio y a mis penas, quizá navegando las suyas propias, me sonrió cuando le miré emocionada y sin ninguna explicación le solté: «Sol Invictus». Asintió con la cabeza y me contestó de vuelta como si fuera una clave, un saludo, un entendimiento mutuo e innato entre dos habitantes del planeta Tierra: «Sol Invictus».
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