Queridas personas:
No es del todo infrecuente, en la proximidad de la primavera, sentir cierto vértigo al comprobar que, aunque los días van haciéndose más largos, en el interior de una misma la oscuridad gana terreno. Ya os conté que no tengo la menor intención de volver a pisar el Pantano de la Tristeza si puedo evitarlo y, como quien toma suplementos, le administro a mi ánimo tratamientos preventivos. El de esta semana ha sido poner el despertador a las siete y pasarme una hora en la cama, antes de empezar el día, leyendo sobre las estrellas.
El libro que alegra mis mañanas es Starborn, del profesor en cosmología Roberto Trotta, y en realidad no va de las estrellas en sí mismas sino de nuestra relación con ellas. Es ridículo porque el libro lo he elegido yo, pero aún así a cada párrafo me sorprendo de que sea una lectura tan adecuada para mí en este momento. Si pensar en las estrellas ya me da perspectiva, es aún mejor pensar en todas las personas que las han mirado a lo largo del tiempo.
Hay datos fascinantes en el libro sobre nuestro vínculo emocional con los astros. Por ejemplo, los asirios estaban tan seguros de que un eclipse total de sol significaba la muerte de su monarca, que cuando se acercaba el evento, coronaban a un plebeyo para que el auténtico rey no corriera riesgos. Si el sustituto sobrevivía, lo sacrificaban igualmente. Así que, como dice Trotta, el eclipse siempre implicaba la muerte de alguien.
Desde hace un par de siglos sabemos que a las estrellas les somos del todo indiferentes. Ellas arden en el vacío ajenas a nuestros ridículos dramas y quizá por eso, como se lamenta Trotta, nos han dejado de importar, si es que acaso llegamos siquiera a atisbarlas en el cielo sobreiluminado de nuestras ciudades.
Esa obsesión con nuestros propios asuntos, ese delirio narcisista de querer ver nuestro reflejo en todo, es la enfermedad de nuestros días. La neurosis terminal de nuestra especie. Y contemplar las estrellas, en su grandiosa indiferencia, puede ser precisamente la cura de humildad que necesitamos.
A mí me interesan las estrellas como me interesan los volcanes o me interesa el mar. Me interesa lo que resulta inabarcable para la mente humana, lo que es mucho más grande que yo. Abrazo mi insignificancia con alivio y al mirar al cielo no me siento perdida sino afortunada. Qué suerte que una criatura diminuta como yo pueda contemplar tanta grandeza.
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