El verano es una época complicada para las cabezas. La temperatura sube progresivamente y se cuecen a fuego lento la inseguridad por mostrar el cuerpo, la comparación inevitable de nuestras vacaciones con las de otros y, sobre todo, el imperativo social de ser feliz. Es sin duda la mejor época para enamorarse alegremente de la vida, pero si por cualquier circunstancia, nos sentimos tristes, no habrá lugar donde colocar esa tristeza que tan fácilmente encontraría su sitio entre unos días grises de invierno. Por el contrario, bajo el sol del verano, resulta inconveniente, ridícula, doblemente penosa.
El caso es que si la tristeza no es demasiado hiriente y no oponemos resistencia a ella, es posible que logremos destilarla en melancolía y no hay melancolía más deliciosa que la que puede fabricarse en verano, bajo la luz dura de la tarde, con el zumbido indiferente de los insectos y una puesta de sol flamígera.
Es curioso que, pasados los años, recuerde a veces con más cariño mis veranos tristes que otros en los que fui feliz. No es que eche de menos el sufrimiento en absoluto, pero siento ternura por mi yo del pasado. Aquella que se dijo «todo esto pasará» y fue capaz de cristalizar ese intenso sentimiento de pena en un ámbar de nostalgia que hoy acaricio con los dedos tramposos de la memoria.
Quizá por eso no estoy sufriendo tanto este verano de trabajo y agobio atrapada en la ciudad. Sé que me recordaré a mí misma con nostalgia en el futuro, igual que hoy recuerdo otros años en los que, a pesar de estar mucho más triste, supe encontrar momentos de belleza entre tanto dolor.
Es un sentimiento complejo más literario que instagrameable, pero bastante común después de todo. Porque los acontecimientos de la vida no siempre se ordenan para obedecer al calendario. Tampoco apetece hablar de ello en el momento, sino solo cuando la distancia nos protege: todo el mundo ha tenido veranos tristes, pero no todos se recuerdan con pena.
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