Queridas personas:
Debemos afrontar un hecho que deliberadamente os he ocultado hasta ahora: esta es la última Flecha de la temporada. ¿Os da pena? A mí ninguna. Y es raro porque, si tengo ocasión de mortificarme al contemplar el paso del tiempo, no pierdo la oportunidad de hacerlo, pero en este caso, me alegra dar por cerrada esta etapa.
Ha sido agotador. Dejar atrás lo peor de la pandemia ha durado mentalmente unos ciento cincuenta años. Me siento como un esqueleto con peluca lleno de telarañas, delante de una pantalla en la que aún parpadea lo último que escribí antes de fenecer: «parece que ya se ve la luz al final del túnel».
No sé vosotros, pero yo no he sabido gestionar bien mis expectativas. Las narrativas que aprendemos para entender la vida suelen ser historias épicas de superación: no tienen un ritmo tan torpe ni avanzan a trompicones. Por lo cual, es normal que estemos hastiados.
Hace poco más de una semana escribí un texto sobre el verano que se publica hoy en Vogue.es (aún no tengo el link, pero si vais a mis stories de Instagram, es probable que para cuando leáis esto ya lo haya enlazado allí). Desde entonces he pasado unos días con mi familia, he ido a mi playa preferida de la infancia, he estado a punto de ponerme a llorar de felicidad en una barbacoa y os he escrito parte de esta carta con el pelo mojado en un porche. Así que ahora puedo contestarme a mí misma: sí, es posible, es real, este verano no ha empezado oficialmente y ya es mucho mejor que el anterior.
Sé que la pandemia aún continúa, pero ya podemos atisbar momentos de normalidad. No ese simulacro horrible de normalidad que tuvimos el verano pasado, sino la de siempre, la de verdad. Y da igual si volvemos a ella despacio, torpemente o a trompicones. Lo importante es que poco a poco se nos deshaga por completo ese nudo en el estómago y recuperemos la capacidad de disfrutar.
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