Queridas personas:
El ladrido de un perro a lo lejos, al menos dos cantos distintos de pájaro y el ruido de unos neumáticos sobre la grava, mientras veo cómo la brisa agita levemente una palmera: no necesito mucho para ser feliz. Atrapo instantes del verano cuando estoy a solas. También cuando estoy acompañada, pero sobre esos no tengo control. Empecé a escribir esta carta mentalmente ayer, cuando miraba por la ventana, y ahora tecleo el texto en un autobús. Fantaseaba ya con las horas de trayecto de hoy porque nunca soy más yo, y menos yo a la vez, que cuando viajo sola. Fue extrañísimo pensar en ello, abrir Instagram y leerme a mí misma decirlo desde una novela de hace casi diez años. Alguien había compartido una foto de una página con este fragmento marcado: «O será que en tren, cuando uno viaja solo, es cuando de verdad se es libre, porque en esa transición entre dos papeles a interpretar, el que hacíamos en el origen y el que haremos en el destino, podemos por fin ser lo que queramos».
Igual es que me repito mucho, igual es que pienso demasiado en lo mismo.
Mi plan es escribiros esta carta en un autobús y la siguiente, la última del verano, desde un avión. No sé si lo notáis, pero así la comunicación es mucho más íntima porque estoy más cerca de cada palabra. Cuando llevo un tiempo sola, sin hablar con nadie, escucho mejor mi voz.
Ya hemos comentado también esto otras veces, pero voy a seguir repitiéndolo hasta que me muera: es vital escucharse a una misma de vez en cuando, no por darnos ninguna importancia, sino por pura higiene mental. Vaciar la cabeza de las voces de otros, salirse de los discursos colectivos, dejar de ser quienes fuimos ayer, quienes seremos mañana, quienes somos para los demás. Y entonces, en ese remanso de silencio, atender a nuestro concepto más íntimo de la felicidad, que quizá es más simple de lo que parecía: puede que solo se trate de la ausencia de dolor, tener un rato para una misma, la luz entrando por una ventana y el rumor sencillo de la vida.
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