Queridas personas:
Tengo la sensación de que nuestra mente en los últimos tiempos es como una gran estación de tren abarrotada y caótica con ideas yendo y viniendo a toda velocidad, y cuidado que si pasan demasiado cerca no te roben algo. Tú, en el medio, aguantas el ruido y los empujones e intentas hacerte hueco, pero pocos son los días en los que no acabas con un ataque de estrés y sin haber ido a ningún sitio.
Frente a este panorama a una le dan ganas de montar un Cristo y echar a todos los mercaderes del templo. Se acabó el descontrol, cerremos puertas, ordenemos el espacio, encendamos el incienso. Muchos nos imaginamos el interior ideal de nuestra mente como un lugar de culto sagrado o aún más ambicioso: una de esas casas imposibles que vemos en Pinterest, diáfanas y al mismo tiempo acogedoras. Pero, aunque pueda parecer la última humillación clasista, para la gran mayoría esos lugares están fuera de nuestro alcance no solo en la realidad sino también como metáfora.
Varias veces en mi vida me he obsesionado con la higiene y el orden mental y tengo que admitir que la dieta del pensamiento funciona. Es posible instalar estrictos controles en algunas entradas de la estación y no dejar pasar a cualquier idea vomitada en redes sociales. Pero tu mente es un lugar inmenso y por mucho que corras de un lugar a otro, hay algunas puertas, puertas de dentro —deseos, pulsiones, sueños, recuerdos—, que nunca vas a poder controlar.
El otro día estuve hablando un buen rato con una amiga psicóloga que es listísima y, mientras yo me preguntaba si no debía estar pagándole por tener esa conversación, ella me contaba que el principal problema de muchos de sus pacientes es que se atormentan o se culpan demasiado por lo que piensan. Me acordé entonces de algo que leí hace poco: mientras que las religiones como el judaísmo y el islam hacen más hincapié en las prácticas de sus fieles (ortopraxis), el cristianismo se distinguió desde sus orígenes por centrarse en la corrección del pensamiento (ortodoxia). No creo que en este siglo la iglesia católica tenga tanto interés en fiscalizar nuestro monólogo interior, pero la cultura occidental arrastra una obsesión con la higiene mental que hoy en día reaparece a menudo disfrazada de otras cosas.
Si retomamos la analogía de la estación, es como si por la puerta de atrás se nos colara gente muy turbia. Gente indeseable que nos repugna y nos asusta. Ante la frustrante imposibilidad de deshacernos de estos siniestros ocupantes, surgen dos actitudes extremas igual de peligrosas: negar que esa gente está ahí, como las personas que aseguran que jamás tienen pensamientos machistas, racistas, homófobos, violentos o de cualquier otra índole reprobable. Niegan que existen y por lo tanto pierden la capacidad de reconocerlos e impedir que condicionen sus acciones. Y por otro lado también puedes convencerte de que esas ideas que se han infiltrado en tu estación mental no son indeseables en absoluto, porque después de todo si son tuyas algo de razón tendrán. Creo que no hace falta que explique cómo de mal escala esta actitud.
Yo por mi parte no he encontrado la fórmula mágica para que la sobrecarga mental no me agote, pero la vida se me hace más fácil cuando asumo que la estación va a estar siempre llena y que en ese caos interior tiene que haber de todo, incluso cosas que me horrorizan. Cuando la misma idea de culparte por un pensamiento te parece ridícula, el pensamiento deja de tener poder sobre ti. Después de todo si la estación es tu propia mente, tu consciencia no tiene por qué ser una personita agobiada tratando de gestionar el tráfico. Podrías elegir ser algo más pequeño e irresponsable, como un pajarillo que se eleva sobre el tumulto y lo mira desde arriba con curiosidad. Alguien que no se asusta frente al más grotesco de los pensamientos. Alguien que no juzga, que no intenta controlar nada. Alguien ligero, hecho casi de luz, que cuando se agobia, simplemente echa a volar.
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