Queridas personas:
Hace unos días, mi madre, que es una persona que no tira nunca nada, sacó sin previo aviso un trozo de mi infancia del armario y lo arrojó sobre la cama ante mis ojos estupefactos. Era una mochila vieja que llevé al colegio y que no veía desde aquella época. Mi madre, ajena al flashback que yo estaba sufriendo, la sacó como si tal cosa, porque necesitaba un reemplazo para la que se le había roto.
La mochila de color fucsia estaba aparentemente vacía pero yo sabía que el intrincado frontal de cremalleras aún debía de guardar secretos. Incluso un trozo de mi infancia literalmente: en uno de los minúsculos bolsillos escondidos encontré un kleenex arrugado con unas manchas marrones y tuve el pálpito —¿el recuerdo?— de que envolvía un diente. Lo tiré sin comprobarlo.
En otro bolsillo encontré unos llaveros de las Fuerzas Armadas, por las que no creo haber tenido nunca el menor interés. Sí por cualquier artículo de merchandising miserable que cayera en mis manos, como toda criatura nacida en los ochenta.
En otro bolsillo se escondía una bellísima caracola que me trajo vagos recuerdos, y en el último que registré, encontré el ticket de una compra. Era la cuota de un gimnasio y estaba a nombre de mi padre, pero la fecha era de tan solo diez años atrás, meses antes de que muriera, una época en la que apenas nos hablábamos. ¿Qué hacía ese ticket ahí? ¿Se llevó mi padre mi mochila al gimnasio y sin saberlo también un diente de leche de su hija y una caracola de mar? Es otra de las muchas cosas que ya nunca podré preguntarle.
Tuve un rato el ticket en la mano, pensando que lo había tocado mi padre. Como si acaso no hubiera tocado muchos más objetos de la casa, como si no me hubiera abrazado a mí misma un millón de veces. Es increíble cómo un papel sin la menor importancia puede atravesar diez años y golpearte por casualidad. Piedra, papel o tijera: el papel destruye el corazón.
Cuando la gente se muere, la herida nunca se cura. Solo te acuerdas cada vez menos de que te duele. En el baño, frente al espejo, contemplé mi ánimo sobre el filo de una navaja, a punto de entregarse a la pena más profunda. Pero me salvé. Una voz de dentro me trajo a la boca una frase, como si la memoria, al igual que mi madre, hubiera registrado a toda prisa su armario en busca de algo útil. Me sorprendí a mí misma diciéndome que no pasaba nada, que era normal, que «todo el mundo tiene regiones de la vida devastadas».
La frase pertenece a una canción de La Bien Querida que no escuchaba desde hacía años, cuya letra empieza así: «Todo el mundo tiene restos de sueños y regiones de la vida desvastadas. Todo el mundo tiene una infancia que resuena en las paredes de su casa. Todo el mundo buscó algo algún día y no lo encontró».
Son importantes algunas canciones y la memoria guarda sus letras, por si en algún momento nos hacen falta: no quitan la pena, pero nos recuerdan que nuestra historia es la de muchos, que la tristeza no debe aislarnos sino hacernos sentir más cerca de otros.
Mi mochila fucsia, de nylon indestructible, sigue intacta. Yo no. Porque estoy viva y es imposible vivir sin quebrarse un poco. Es parte de ser una persona y llegar a cierta edad. Un poco rota, aún funcionando, más sabia, más fuerte, parcialmente devastada.
|