Queridas personas:
Uno de los recuerdos más felices de mi temprana adolescencia fue cuando encontré en internet la página web de una chica americana que se llamaba Daphne. La chica era mucho mayor que yo, pero suficientemente joven para captar mi interés. En la página daba unos pocos datos sobre su vida y hablaba de las cosas que le gustaban. Ilustraba el texto con fotos de ella junto a estatuas de ángeles en cementerios que había visitado. Era una auténtica y genuina gótica de los noventa. Durante aquella época, es probable que yo visitase su web a diario para mirar las fotos y leer una y otra vez los mismos textos. Nunca hubo una actualización de la página ni yo la esperaba. Su web no era más que un documento HTML estático alojado en un servidor, ya que por entonces, no solo no existían las redes sociales, sino que aún tendrían que pasar muchos años para que surgiera el concepto de «blog». Ella nunca lo supo porque no había forma de interactuar en la página, y a mí jamás se me hubiera ocurrido hacerlo, pero Daphne, una «simple chica de internet», me abrió una ventana a otra vida, le dio una dimensión nueva a mi mundo en el momento que más lo necesitaba.
El otro día leí un tuit que me conmovió mucho. Su autor, Chris Beiser, decía que antes de 1990 era imposible tener acceso al interior de tantas vidas humanas como en cualquier sección de comentarios de internet. «Nadie en ningún lugar podía ver el mundo a través de 10.000 ojos a la vez». Y acompañaba el tuit con cuatro capturas de comentarios en diversos foros o redes:
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Alguien que recomendaba preguntar por cierta marca de cacahuetes en tiendas iraníes por su pequeño tamaño y calidad.
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Alguien que no podía decir si lo que acababa de leer era «based» o «cringe».
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Una persona que, en un vídeo de una canción en YouTube, recordaba que durante los incendios de California, había salido a conducir una noche para hacer fotos y se había sentido más vivo que nunca.
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Un análisis breve y a la vez profundo sobre cómo las personas tienden a obsesionarse con ideologías que de algún modo alivian un dolor o una carencia en sus propias vidas y cómo esta tendencia puede acabar distorsionando su perspectiva.
Esta selección tan aleatoria del tuit me trajo a la mente comentarios que en algún momento leí en internet y que, por alguna razón, se quedaron en mi memoria. Cuatro ejemplos:
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Una persona que, en un vídeo del tema A Summer Place en YouTube, contaba que la música le transportaba a un verano de los años sesenta, cuando fue de camping con sus padres y la ponían en la radio.
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Una chica anoréxica en Twitter que no tenía la más mínima intención de recuperarse, pero que estaba intentando evitar que su hermana pequeña siguiera sus pasos.
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Un chico con un historial en Reddit perfectamente cabal que, en un comentario, relataba cómo, tras varios intentos fallidos, había conseguido invocar al dios Hermes y había tenido una breve interacción con él.
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Una persona en un foro de belleza que contaba que solo se lavaba el pelo una vez al mes.
¿Por qué recuerdo estos comentarios en concreto? No lo sé. Pero estos trocitos de vida e incontables otros están grabados en mi memoria, sin que yo haya podido elegirlo. Y sospecho que no soy la única; que muchos de nosotros, en mayor o menor grado, estamos llenos de esas vocecitas locas que hemos leído alguna vez, cuando nos hemos caído por una madriguera de conejo a partir de una inocente búsqueda en Google.
En internet se habla a menudo de los memes, desde una perspectiva sociológica y cultural. También analizamos las discusiones, la polarización y el odio en redes, y se escribe mucho sobre la presencia online y el auge del personal branding. Pero no reparamos suficiente en la experiencia lurker, que es probablemente la que más nos ha marcado a las personas que llevamos la mayor parte de nuestra vida conectadas a internet.
El término lurker tiene cierta connotación negativa, se traduce como «mirón» y hace referencia a las personas que forman parte de una comunidad online pero no participan, dedicándose solo a leer lo que aportan los demás. En su miniensayo La crisis de la amistad es el fin de Internet: una teoría, Delia Rodríguez menciona el término y recoge varias discusiones en torno a él: es posible que internet se esté convirtiendo en un lugar donde a la gente cada vez le apetece menos interactuar y donde la mayoría de las personas simplemente consumimos el contenido que generan unos pocos. Esto es verdad y tiene que ver con la economía de la atención y cómo las redes sociales han mercantilizado nuestro tiempo online. No tanto, en mi opinión, con la experiencia lurker en sí. Porque además, ambos roles son compatibles. Desde que existen los blogs, he publicado a menudo en diversas webs, he tenido presencia online, he participado en muchas comunidades y he creado algunas. Y sin embargo, esa experiencia no es más importante para mí que las horas que he pasado deambulando en los foros más insólitos leyendo mensajes de desconocidos.
Esta actividad lurker a la que me refiero es muy distinta a despeñarse por los comentarios de una noticia o un tuit polémico que de alguna manera ya sabes que te van a indignar. Leer comentarios que nos enfadan es adictivo porque nos embarga la fascinación del horror y un sentimiento de superioridad: ¿Cómo puede ser la gente tan estúpida? ¿Cómo puede haber personas con unos valores tan equivocados? El efecto es polarizante porque nos sitúa, por contraste, en la posición opuesta a aquellos que leemos. Nos da unas coordenadas en las que ubicarnos. Y sí, nos repugnan esos comentarios, pero en el fondo nos aportan una sensación gratificante de identidad.
«Lurkear» para mí es todo lo contrario. Es pasar horas delante de una pantalla sin rumbo, sin juzgar, sin acordarte siquiera de que existes, saltando de un enlace a otro, leyendo a personas que no despiertan tu odio, ni ninguna otra pasión encendida, sino tan solo la más humana curiosidad. Puede que las experiencias que describen te resulten profundas, intrascendentes, extrañas o inverosímiles (¿estarán mintiendo? y si mienten, ¿no son las razones para hacerlo aún más fascinantes?), pero si has pasado suficiente tiempo lurkeando, nunca te resultarán del todo ajenas. Todas esas horas de procastinación sin rumbo han abierto tu perspectiva de la experiencia humana. Has mirado el mundo «con diez mil ojos a la vez». Por supuesto, estoy hablando de internet: puedes acabar muy rápido en lugares oscuros de los que vas a salir con el estómago revuelto, pero si sabes cómo evitar esas aguas turbulentas, es probable que encuentres auténticos tesoros, lejos de los creadores de contenido o de las tendencias con nombres ingeniosos sobre las que se escriben cien mil artículos pero apenas duran un mes. Yo me refiero a subculturas dentro de las redes, basadas en aficiones extravagantes con una jerga propia, comunidades extrañamente pacíficas donde se intercambia información especializada, círculos de personas que parecen vivir en un universo alternativo del pasado o del futuro, o chicas de internet como Daphne, que son como faros en la noche, con las que quizá nunca interactuarás, pero que por algún extraño motivo seguirás recordando muchos años después. Siempre hay alguien que, en el lugar más insospechado de internet, ese mismo día o quizá muchos años antes, ha escrito justo lo que tú necesitabas leer.
En alguna casa, en algún cajón, debe de haber un disquete de 3½, seguramente inservible a estas alturas, en el que poseída ya por una futura nostalgia, grabé la página de Daphne: los archivos HTML, sus fotos y el .mid que sonaba cuando entrabas en la web. A pesar de ser muy joven, me angustiaba la certeza de que algo que me hacía tan feliz tenía que ser efímero y sentí el impulso de preservar, tratar de embotellar de algún modo, esa sensación extraña y electrizante, tan nueva por entonces, de asomarte a otra vida en internet.
Muchos años después vuelvo a tener la misma nostalgia premonitoria: ¿Cuántos años nos quedan para poder conectar de verdad con las vidas de otros? ¿Cuánto margen hay hasta que no podamos saber si lo que leemos ha sido escrito por un humano o una IA o si hasta las personas que hablan en los vídeos son reales o no? ¿O cuánto hasta que nadie tenga ganas de compartir nada o no encuentre el sitio para hacerlo en espacios donde ya no quede un resquicio que no esté regido y explotado por los algoritmos que trabajan al servicio de grandes empresas?
Disfrutadlo mientras dure, participad de manera activa si no queréis que muera el internet que os hace felices, pero guardaos un tiempo para explorar, para curiosear, para asomaros a las vidas de otros, sin juzgar ni intervenir. Como si todas esas experiencias os pertenecieran también un poco e hicieran vuestra mente y vuestro mundo infinitamente grande.
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