Queridas personas:
Hace unos meses me caí. Fue una caída muy de señora que se sube a un taburete para llegar a la parte de arriba de un armario. No os subáis a taburetes, por favor, todo el mundo sabe que tienen una pésima estabilidad.
Recuerdo la caída como si fuera ayer. Como si fuera hace cinco minutos. Por suerte no me hice nada, al menos de manera física. De manera figurada, me dividí por completo, me partí en dos.
Me gustaría entender los procesos químicos que tuvieron lugar en mi cerebro durante el segundo (¿menos?) que estuve en el aire. No sé si fue una descarga brutal de adrenalina lo que alteró mi estado de consciencia pero la sensación de ruptura fue absoluta: mi mente estaba fija en algún punto lejos de mi cuerpo asistiendo impasible a la caída, esperando a notar el impacto contra el suelo. Mientras, mis piernas y brazos se movían automáticamente en un vano intento de recuperar el equilibrio.
No puedo reconstruir con detalle cómo me caí, porque en ese punto y hasta un rato después, mi mente y mi cuerpo no volvieron a fusionarse. Ya en el suelo, estuve durante unos segundos oyéndome gemir (no me rompí nada pero me hice mucho daño), mientras una parte de mi consciencia, ajena por completo al dolor, hacía un repaso del estado de piernas, brazos y cabeza. En unas horas debía coger un vuelo, y una lesión habría supuesto un inconveniente grave.
Los griegos tenían dos conceptos de tiempo. Cronos, que es el tiempo de los relojes y los calendarios, el tiempo que puede medirse, y Kairós, que se traduce también como la oportunidad o el instante adecuado. Es el tiempo desde un punto vista cualitativo. A mí esto de los momentos transcendentes me suena muy heroico, muy de hombres que hacen cosas y toman decisiones importantes. Yo tengo una idea del universo más determinista. Creo que nada habría podido impedir que me cayera aquella mañana. Somos bolitas de pinball en el universo siguiendo la trayectoria que nos marcan los eventos previos. Si uno tiene el buen juicio de no subirse a un taburete o los reflejos para evitar un descalabro es porque otras acciones del pasado han dado lugar a ello.
Aun así estoy de acuerdo con esta idea de dos flujos de tiempo paralelos: el que marcan los relojes y el que se percibe. Mi cuerpo es arrastrado por la corriente del primero, pero mi consciencia habita en el segundo y solo despierta de verdad a veces. Son momentos que se graban a fuego en la memoria. De muchos me gustaría no acordarme y otros son cosas que quiero recordar siempre: las copas de los árboles agitadas por el viento, mi sobrino trotando por el parque, tirando de mi mano y gritando entre risas, las curvas de una carretera con la persona perfecta al lado, entrar en un bar y ver una mesa llena de gente querida. Mi consciencia despierta de repente en estos momentos, como si fuera una espectadora de mi vida y sorprendida por la belleza de la escena trata sin éxito de pausarla. Guarda lo que puede en la memoria y vive así, como una flecha, atravesada en el tiempo normal, compuesta de momentos escogidos, ensartados en un flujo paralelo, más corto, pero mucho más intenso.
En la infancia, esos instantes de hiperconsciencia son frecuentes: todo es nuevo y hay que estar alerta. Lo más insospechado nos deleita o nos causa trauma. Sin embargo, con el paso de los años, la consciencia se acomoda en la rutina del cuerpo y se adormece. El tiempo normal pasa a una velocidad de vértigo. Y no es que yo quiera pararlo. Luchar contra el reloj es una batalla perdida. Pero sí quiero estar más despierta, arrancarle al tiempo normal esos momentos perfectos, estirarlos y vivir suspendida en ellos.
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