Queridos míos:
Hemos pasado el ecuador de mi temporada de cartas veraniegas y esta mañana me he dado cuenta de que por fin se han ido los vencejos. Hace un tiempo escribí cosas bonitas sobre estos pájaros, pero no creáis que tengo la mejor relación con ellos.
Desde principios de junio, al amanecer, los vencejos planean frente a la ventana de mi piso diecisiete. A la distancia que están parecen una de nube de insectos, mosquillas enredándose consigo mismas a un ritmo frenético. Pero lo que me despierta son sus gritos. Están lejos de ser el trino agradable de otras especies de ave como el mirlo, sino un chillido corto y estridente que se parece más al ruido del caos urbano que sobrevuelan. Es un sonido constante, imposiblemente agudo que se mezcla con la luz demasiado temprana, el calor acumulado en el asfalto que la noche no ha podido llevarse y mis sueños agitados y confusos.
Así me levanto las mañanas de verano con una sensación de urgencia, con el grito de alarma de los vencejos metido en el cuerpo para todo el día. Una urgencia inútil que lejos de acelerar mi ritmo, me agota y me bloquea.
Cualquiera diría después de leerme que ahora detesto a los vencejos, pero no es verdad. Ni siquiera prescindiría de sus gritos frente a mi ventana si acaso estuviera en mi mano evitarlos. Cuanto más pienso en ello, más me fascina que el paso breve de una especie de ave por el trozo de cielo sobre mi casa tenga ese peso en mi ánimo durante dos meses. Que pueda alterar mi descanso y por tanto todo lo que pienso y hago a lo largo del día. Y más increíble me parece aún que hasta hace poco no fuera plenamente consciente de su existencia y ni quiera supiera cómo se llamaban. Cuántos años de no entender, no saber, no mirar alrededor, no poner nombre a las cosas.
Me alivia infinitamente pensar que no todo ocurre dentro de mí. Si soy consciente o no de ello es irrelevante: el mundo exterior me acelera el pulso, regula mi respiración, agita mi sangre, da forma a lo que pienso.
Y yo no tengo que resistirme ni luchar contra nada, la mayoría de veces no tendría sentido que lo hiciera, ni siquiera cuando lo que me altera es molesto. Puedo limitarle a verlo llegar, convivir con ello y contemplarlo con curiosidad hasta que se vaya, como el canto estridente de los vencejos.
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