Queridas personas:
En contraste con la actualidad, con este entramado humano que hemos complicado hasta lo ridículo, la primavera ha traído consigo este año una belleza difícil de ignorar. Y no es que yo haya estado especialmente receptiva. A pesar de haber detectado su luz temprana y haber paseado entre los árboles en flor de mi calle, hasta finales de marzo no la sentí del todo. Me atacó de pronto, al llegar a una casa de pueblo y ver el jardín florecido, como si fueran los adornos de una fiesta a punto de empezar. Qué feliz fui esa tarde antes de que se marchara el sol, tumbada bajo un pino, rodeada de una corte anaranjada de caléndulas y dos ciruelos vestidos de blanco. Me llegaba el olor de los laureles chinos cuajados de flores y el trino frenético de los pájaros preparándose para tardes más largas.
El otro día, ya en mayo, paseaba sola por Madrid y la ciudad desprendía una hermosura insoportable. Rosas reventando en los parques y, por todos lados, árboles con el verde recién puesto, exuberante, que aún guardaba la lluvia de abril.
Pero la belleza de esta primavera urbana es doméstica, inofensiva, la que cabe en nuestras fotos. Hay otra belleza natural mucho más grande, terrible, que acosa y puede matarte. Y al mismo tiempo es la única razón que encuentro a veces para vivir.
La primera vez que su presencia me abrumó fue en Costa Rica, hace muchísimos años, cuando llegamos en lancha a un pedazo de selva que solo podía alcanzarse por mar o aire. La masa verde, negra al irse ya la luz del ocaso, era una fuerza amenazante, un tsunami parado, esperando a tragarnos. Odié la selva mientras estuve allí, pero vuelvo a ese recuerdo cuando me siento perdida.
Me pasó algo parecido con el volcán de La Palma, que vi en erupción a una distancia impensable. No me extraña que los estallidos de la tierra engendren religiones. Se me hacía imposible estar en su presencia y no creer en algo grande. Aún guardo ese rugido en el corazón.
La última vez que viví una experiencia de este tipo fue la otra noche, cuando sola en casa y a oscuras, vi una ventana iluminarse de verde. Tuve la suerte de ser testigo del meteorito —bólido, para ser exactos porque no llegó a tocar el suelo, se deshizo en una estela gloriosa— que atravesó el cielo de España y Portugal. No lloré esta vez, pero me quedé temblando porque ni siquiera llegaba a entender lo que había presenciado.
No creo en las señales del destino, pero sí en las casualidades útiles. El meteorito fue para mí un recordatorio. No sé si es el signo de los tiempos, si a vosotros os pasa lo mismo o solo soy yo, pero, aunque siempre me he preguntado qué pintamos aquí, últimamente lo hago con más frecuencia. Y la otra noche recordé que no tengo que encontrar respuesta a esa pregunta. Que basta con mirar alrededor, ser testigo, presenciar la belleza terrible de este mundo, mientras sigo viva.
|