Queridas personas:
Hace unas semanas, en un arrebato, me compré un iPad Air. El acto solo puede definirse como capricho porque en realidad no lo necesito y además ya tenía otro iPad que, a pesar de su avanzada edad, funcionaba relativamente bien. Pero quería un juguete nuevo, flamante, que me apeteciera tener entre las manos y sobre todo, que materializara el espíritu que llevo cultivando desde aquel día que marqué una línea roja mental y me situé al otro lado de todos los sucesos terribles del mundo, trágicos o anecdóticos, que no están bajo mi control. Fue el día que hice la lista de cosas que me inspiran y me hacen feliz y en las que sí quiero invertir mi energía. A este espíritu le concedí una ventana de espacio y tiempo, dedicándole una hora sagrada cada mañana. Y ahora lo he vinculado a un objeto, que es también una puerta a una especie de jardín y refugio digital.
Porque este iPad nuevo, a diferencia de mi teléfono o mi ordenador, no va a servirme para «estar conectada con el mundo» y mucho menos para ser productiva. Todo lo contrario. Estaré conectada, sí, pero solo con el internet que me gusta, y si produzco algo será por casualidad.
Lo primero que hice al configurarlo fue quitar los iconos de las aplicaciones. No quiero ningún logo perturbando mi visión ni compitiendo con mi branding espiritual. Luego puse unos widgets, elegí algunas imágenes y le di un estilo dark academia porque en el fondo siempre seré una adolescente gótica. Es un work in progress, pero creo que es más fácil que entendáis la idea si le echáis un vistazo.
En mi pantalla de inicio tengo tres apps dedicadas a la lectura: este iPad es a la vez templo sagrado y biblioteca. Hay un acceso a YouTube donde el algoritmo jamás ha tenido poder sobre mí, nunca ha podido convencerme de que vea algo que no sea útil, relajante o bello. Está por supuesto Pinterest, que es mi lugar feliz desde hace años, y un acceso directo a la carpeta de correo donde almaceno las newsletters. Pensaréis quizá que, en este arranque de monasticismo digital, no me he instalado redes sociales, pero el icono de las setas es X, ni más ni menos, y el de la copa, Instagram.
En X, que es sin duda la red social más tóxica, existe paradójicamente la opción sana que ninguna otra consiente en darte: seguir listas privadas de usuarios que tú seleccionas por temas o afinidades. En mi opinión, una de las peores cosas que le puedes hacer a tu cerebro es escrolear una serie de contenidos sin ninguna relación entre sí. Un feed confeccionado por un algoritmo puede ser dañino y adictivo, pero aún peor es el que te devuelve el reflejo de tu Diógenes digital. Como me parece más fácil cambiar de vida que hacer limpieza, en mi iPad nuevo he instalado Instagram, pero no con mi cuenta normal, sino con una nueva en la que jamás publicaré y que solo me servirá para seguir a una pequeña selección de personas que no conozco de nada y que irá cambiando según me aburra o cambie de intereses.
De momento, este capricho ha incrementado mi felicidad de manera considerable, porque no es solo un objeto sino un propósito. Por supuesto que sigo usando el ordenador y el móvil y me entero de todo lo que pasa en el mundo. Vivo en una torre pero no es ni remotamente de marfil. Simplemente le he hecho más espacio en mi vida a otra manera de pasar tiempo en internet.
Llevamos una década instalados en la falsa dicotomía de que hay que entregarse a la economía de la atención que rigen los intereses de las grandes tecnológicas o desempolvar un Nokia 3310 y mudarse a una cabaña en el bosque. Respeto las dos opciones, pero creo que hay más caminos posibles. Me gusta salir al campo, quedar con mis amigos, pasar tiempo con mi familia y estar todo el día sin mirar el móvil, pero una parte inmensa de mi mundo y de la persona que soy está en internet. Y no pienso renunciar a ella.
|