Queridas personas:
Hace unos meses, leí a Anabel Vázquez contar en la newsletter de Noe Olbés que todas las mañanas se despierta a las siete y se toma un café sin salir de la cama, viendo una película o serie. Esta rutina me pareció una extravagancia vital fantástica que decidí copiar en el acto. Pero para copiar bien, lo más importante es ser fiel a una misma. Ver una película por la mañana es un hábito que como idea me encanta y que me puedo imaginar llevando a cabo, como me gusta imaginarme sacando una libretita y una pluma del bolso para tomar notas con una caligrafía exquisita. Jamás lo voy a hacer. Son cosas que sencillamente no funcionan conmigo. Sin embargo, despertarme una hora antes solo para dedicar ese tiempo a lo que me dé la gana sin que nadie me moleste: sí, eso es algo que encaja con mi personalidad.
Puede que muchos de vosotros estéis pensando ahora mismo que una hora antes de despertaros ya hacéis lo que os da la gana, que es dormir ni más ni menos. Es un razonamiento respetable, sin duda, pero os invito a que lo pongáis en cuestión. A mí jamás me ha gustado madrugar porque no me apetece salir de la cama y empezar la rutina del día. Pero despertarme para disfrutar de mi tiempo al abrigo del edredón es otra experiencia radicalmente distinta.
Al principio, cuando me sonaba el despertador a las siete (siempre que cuento esto en persona mi novio interviene para hacer el gesto del Bugs Bunny comunista y decir «nos sonaba», pero en realidad él sigue durmiendo sin inmutarse), tras unos segundos de lógico fastidio, recordaba que era mi hora de tiempo libre y abría los ojos como platos. Genuina alegría de mañana de Reyes. Ahora ya no necesito la alarma. Me despierto puntual instintivamente, con una ilusión por la vida que no recordaba haber tenido nunca salvo en vacaciones.
¿Y a qué he dedicado mi hora sagrada durante estos meses? Pues como no podía ser de otra forma en mi caso, tengo en el móvil una lista de actividades. Esta lista es como aquella de la que os hablé en otra carta: solo me genera felicidad porque no me obliga a nada. Puedo hacer todo o puedo ignorarla por completo. Esa es la clave. A veces, por ejemplo, leo newsletters y descubro un montón de puertecitas de internet lejos de las redes sociales. Otras rescato artículos acumulados en mi lista de lectura desde hace siglos, o vídeos que alguna vez guardé en YouTube. Como os conté hace dos semanas, también me he dedicado sin más a leer o he cambiado las pantallas por la ventana y he dejado que pasaran los minutos, mirando cómo el cielo tomaba otro color. En realidad, lo que hago en esa hora no es lo importante, sino sentir la libertad de elegir lo que más me apetezca.
Creo que hasta en el mejor de los casos, aunque tengamos una ocupación que nos haga felices y solo las cargas familiares que hayamos querido asumir, la rutina acaba imponiendo sus propias normas. La agenda que nosotros mismos hemos creado se convierte en una narrativa, y vamos de aquí para allá haciendo cosas como si viéramos nuestra vida en una película, más o menos feliz, pero ligeramente ajena. Al menos una hora al día, o a la semana, o al mes, es importante tener el tiempo en nuestras manos, para hacer con él lo que se nos antoje, para sentirnos libres, presentes, y poder decir «esta vida es mía».
|