Queridas personas:
Hace un par de semanas tuve fiebre durante varios días seguidos. Se trataba de un catarro sin importancia, pero no podía evitar sentirme miserable. Cuando esto me pasa intento pensar en cosas que me animen porque sé que, con un poco de esfuerzo por mi parte, el estado mental precario que me causa la fiebre es capaz de arrojarme al ánimo opuesto. De estar hundida en la miseria puedo pasar a emocionarme con cualquier chorrada. Esto fue lo que ocurrió. Encendí el termómetro y vi que marcaba la última temperatura que me había tomado. Me paré a reflexionar por primera vez sobre este detalle que, en ese momento cercano al delirio, casi me llena los ojos de lágrimas. ¿A quién se le ocurriría incorporar una función tan sencilla y tan útil? Pensadlo, incluso sin fiebre no me resulta indiferente. Todos los termómetros digitales funcionan así, pero alguien, hace mucho tiempo, en alguna reunión, tuvo que ser la primera persona en proponer que por defecto mostraran la medida previa.
Me acordé entonces de una viñeta de XKCD en la que se ve una mesa, un vaso y un flexo llenos de flechas y anotaciones sobre lo que implicó diseñarlos. Cada detalle de estos objetos tan mundanos, como la anchura del vaso, el tipo de madera utilizado en la mesa o la curvatura exacta de la pantalla del flexo, es producto del trabajo de alguien o de equipos enteros, tras largas horas de deliberación. Golpes de inspiración, talento y por supuesto dramas, discusiones y despidos. Bajo la viñeta aparece una frase en inglés que traduzco libremente: «A veces me abruma pensar en la cantidad de trabajo que llevó crear los objetos a mi alrededor».
Es difícil fijarse en el mundo material que nos rodea y no pensar también en la sociedad de consumo y en la infinidad de cosas que no necesitamos. La mayoría de personas que tomaron esas decisiones no lo hicieron para mejorar la vida de nadie, en realidad, sino para ganarse un ascenso o aumentar los beneficios de su empresa. Pero obviamente, pasé de puntillas sobre este asunto, porque el objetivo era animarme, no deprimirme.
Me puse a pensar entonces en la prehistoria. En cómo antes de que existiera una forma de preservar el conocimiento, las civilizaciones surgían y desaparecían sin dejar apenas rastro: se perdía su idioma, sus canciones, sus leyendas, sus costumbres y sobre todo el saber útil que habían acumulado durante generaciones. Cada tribu levantaba castillos de arena que más tarde o más temprano el tiempo destruía.
Cuando en el colegio te explican la distinción entre la concepción clásica de «prehistoria» e «historia», todo lo que antecede a la existencia de la escritura parece una especie de breve introducción a la parte importante, y sin embargo se alargó más de 100.000 años. Los últimos 3.000 son la anomalía en la línea temporal de nuestra especie. Todo cambió en el momento que alguien pudo dejar por escrito unas medidas, unos cálculos, unas instrucciones, un secreto, un pensamiento.
La frase «pasar a la historia» suele significar que tu nombre en el futuro aparezca en un libro de texto. ¿Pero qué valor tiene eso cuando ya no estás? El relato que otros hagan de tu vida no tendrá ya que ver contigo. Tu nombre se acumulará junto a los de tantos edificios, plazas y calles que ya no nos dicen nada. Porque al final lo importante no son los nombres ni los individuos: son las ideas. Y por eso cualquiera puede pasar a la historia hoy en día. De manera anónima y sin una gran ambición. Solo hay que dejar por escrito un pensamiento, algo que, por simple que sea, nos parezca útil o resuene dentro de nosotros como una gran verdad, y repetir esta acción muchas veces como si esparciéramos semillas. Quién sabe si alguien al otro lado del mundo o dentro de muchos años se cruzará con una. Quizá esa pequeña idea que nosotros plantamos germine en su interior, quizá le inspire o le ayude a crear algo grande, algo bueno, algo de lo que nosotros sigamos formando parte.
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