Queridas personas:
Con la mano en el corazón os digo que no aspiraba este año a tener contacto con esa criatura mitológica que es para mí el día de verano perfecto, pero hace justo una semana vino a visitarme, llegó y me bendjo con su presencia sin yo buscarlo. Estaba escribiendo junto a la ventana de la que os he hablado alguna vez y me llamó mi madre para preguntarme algo sin importancia. Quizá fue escuchar el timbre de su voz y encontrarme al mismo tiempo en esta latitud almeriense, donde la luz es un poco distinta. La combinación de ambos factores activó resortes en mi interior y me hizo sentir «en casa», sensación que si tuviera que definir científicamente, apostaría a que tiene que ver con una disminución de la frecuencia cardíaca.
A partir de ahí el día se fue ordenando solo en una sucesión de momentos alegres y tranquilos. Comida en el porche con la familia, baño en la piscina, una temperatura piadosa, hablar con niños, olvidarme de cualquier preocupación. Pasé así el día sorprendida de que todo fuera perfecto sin haber planeado nada. Por la noche mi novio y yo salimos a tomar algo y conseguimos una mesa con vistas al mar y el atardecer. Ni siquiera tuvimos que luchar por ella. Más tarde nos acercamos a ver a una banda que tocaba al aire libre para animar a locales y turistas. Éxitos variados de Coque Malla y Hombres G: una selección de música que ya no pertenece a su tiempo porque estuvo tan presente en un verano de hace diez años, como de hace treinta.
Para mi sorpresa, las más entusiastas eran dos niñas, una de ocho o nueve años y la otra preadolescente. Bailaban como si fuera el concierto de su vida y llevaban gafas redondas de colores y unos peluches colgados de la cintura, que muy probablemente les habían comprado en los puestos del paseo marítimo. La pequeña tenía el pelo rubio, de aspecto sedoso, con un brillo que solo puede alcanzarse en noches perfectas de verano. Se sabía la letra íntegra de todas las canciones. Me pregunté cuántas verbenas llevaría ya en el cuerpo.
Mientras yo miraba fascinada a las niñas, mi novio se sulfuraba. El cantante hacía una pausa tras el «No puedo vivir sin ti» y preguntaba «¡¿Por qué?!» para que el público contestara «¡No hay manera!», lo cual carece de cualquier lógica y le estaba poniendo de los nervios. «¿Pero cómo que por qué, cómo que por qué». Cuanto más serio se quejaba, más gracia me hacía. Fui consciente en ese momento de ser muy feliz y saqué el móvil y lo anoté. Mejor uso que se le puede dar a un móvil.
Al día siguiente traté de analizar qué combinación de circunstancias había generado ese grado tan intenso de felicidad. Creo que durante todo el día y especialmente en el concierto, me sentí en una burbuja ajena al transcurrir del mundo. Se evaporó esa ansiedad que provocan las fechas marcadas en el calendario, los años sucediéndose inexorables. Se generó en mí la ilusión de que el tiempo no es siempre lineal, de que hay cosas que no cambian y es posible volver a encontrar refugio en ellas, de que la felicidad pasada puede repetirse, porque sigue teniendo su sitio en algún lugar del futuro, y es capaz de manifestarse cuando menos te lo esperas.
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