Queridas personas:
Fruto de la casualidad, esta semana mi pensamiento ha estado condicionado por una palabra que hace cien años se inventó un señor ruso. El señor se llamaba Vladímir Vernadski y el término que acuñó es «noosfera». La palabra es sí no tuvo tanto éxito como «geosfera» o «biosfera», pero el concepto al que da nombre seguro que os resulta familiar: según Vernadski la noosfera es la red de conocimiento humano, la suma de todos nuestros cerebritos individuales, el pensamiento colectivo de la humanidad.
Cuando leo a personas que nacieron en el siglo XIX hablar de estas cosas, por un momento me parecen prácticamente adivinos, como si hubieran podido predecir la existencia de TikTok. Hasta que recuerdo que el punto de inflexión en la colectivización del pensamiento humano no la marcó internet sino el telégrafo. Por primera vez en la historia de la humanidad, nuestras ideas podían dar la vuelta al mundo más rápido que nosotros. Con perdón de las palomas mensajeras, fue en ese momento cuando nuestro pensamiento echó a volar. Hasta entonces, las ideas estaban atrapadas en la física de los cuerpos pesados (y que me perdonen otra vez las palomas). No les era posible moverse más rápido que ellos. Pero gracias al telégrafo, en cuestión de minutos, miles de personas en lugares opuestos del globo podían afligirse o alegrarse por la misma razón.
Fue con la llegada de la electricidad que las sinapsis del cerebro colectivo empezaron a tomar fuerza hasta convertirnos en lo que somos hoy. No una mente colmena, pero si una entidad compleja compuesta por miles de millones de elementos interconectados. Aunque nuestra perspectiva sea la de individuos completamente autónomos, no deberíamos engañarnos: todo lo que pensamos forma parte de la maraña humana.
¿Tiene sentido comparar el conjunto del pensamiento humano con un cerebro? A veces me atasco dándole vueltas a estas cosas. Pero las metáforas no son correctas o incorrectas. Son solo herramientas para entender la realidad y la pregunta que hay que hacerse es si resultan útiles o no.
Yo he decidido que la metáfora del cerebro colectivo me es de gran ayuda. Gracias a ella tolero mejor el devenir del mundo. ¿Culparía yo acaso a una de los millones de neuronas en mi cerebro de un estado general de ansiedad? No, pobre neurona, ¿qué puede hacer ella sola por mucho que se preocupe? Lo que le pediría a esta neurona es que dejara de lamentarse, saliera de su parálisis y ejerciera su función con incasable perseverancia. Me gustaría que favoreciera las sinapsis provechosas, administrara sabiamente los neurotransmisores y se negara a participar en bucles de pensamiento destructivo que empeoraran mi situación y por tanto la suya. ¿Marcaría la diferencia ella sola? No, es muy posible que no lo notase, pero una neurona concienciada es mejor que ninguna y tal vez su comportamiento pudiera influir en las neuronas de su entorno.
Como humana atrapada en la maquinaria del mundo, me siento regular respecto a la velocidad y dirección que ha tomado este tren sin frenos: impotente, insignificante y permanentemente angustiada. Pero como neurona parte de un cerebro colectivo, siento que estoy haciendo bien mi trabajo. No lleno mi entorno de ruido, no propago corrientes de pensamiento dañinas, comparto solo información que me parece útil para el bien común y en la medida de mis posibilidades contribuyo a que otras neuronas de mi alrededor hagan lo mismo. Quizá sea una labor insignificante, pero en ella he encontrado mi propósito. Si el mundo tiene ideas terribles, no será por mí.
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