Queridas personas:
Os escribo esta carta a la sombra de los abedules, sentada en la tumbona de un porche de madera que da al embarcadero de un lago. Allá donde miro veo agua y bosque. Estoy en el sureste de Finlandia, en la región de los mil lagos, y esto es lo más parecido al paraíso que se me ocurre. Podría dedicar toda la carta a la sensación de paz que produce esta clase de silencio, que no es en realidad silencio sino el sonido de la brisa haciendo murmurar las hojas de los árboles y la ausencia de tráfico. Podría escribir párrafos y párrafos sobre cómo, durante el día, la luz va tocando distintas partes del lago que nos rodea, arrancando destellos del agua. Estaría, sin embargo, contando solo parte de la historia, porque lo más llamativo desde que llegamos aquí es que la temperatura es la misma que dejé en Almería, que he sudado mucho más de lo que esperaba y que la maleta que preparé se ajusta muy poco a la realidad. También que el lago está a un metro por debajo de su nivel habitual en estas fechas y que el dueño de esta casa de ensueño nos dijo que intentáramos no gastar mucha agua porque el pozo se encuentra bajo mínimos.
Este también es un viaje de amigos, de varias parejas con niños pequeños, y es fácil que la dinámica de convivir con un grupo así consuma todo el espacio mental: comidas, cenas, risas y minidramas tan intensos como intrascendentes. Pero entre ratos y ratos de ocio uno se asoma al móvil y se pone al día sobre cómo lleva el genocidio Israel, cómo avanza su barra de progreso en la exterminación de población civil, cuántos adultos y niños ha matado de hambre ese día.
No dejo de pensar en este texto de Hanif Abdurraqib y especialmente esta frase que se me clavó dentro y llevo días repitiendo como si fuera un mantra: "Because to go on with life as normal feels like a failure of the heart".
Hace tiempo que superé cualquier dilema moral, ya os lo conté en otra carta. No pienso dejar de intentar disfrutar de mi vida tanto como sea posible. Me siento con más derecho a hacerlo que nunca. Pero no puedo permitir que mi corazón fracase hasta el punto de convivir impasible con la atrocidad. No puedo ser cómplice de cederle espacio a la perversa combinación de estupidez, egoísmo, estrechez de miras y psicopatía orgullosa que está rebajando estándares cada día e implantando una nueva normalidad en el mundo. No estamos hablando de una tragedia aislada sino de un envilecimiento progresivo de la sociedad y la política que afecta a todos los ámbitos.
Entiendo que la frustración y la impotencia sostenidas en el tiempo conducen a la desidia, al escapismo. El corazón sufre tanto por causas ajenas a su control que acaba por endurecerse o fragmentarse en compartimentos. La capacidad de adaptarnos está en nuestra naturaleza. Yo me pregunto: ¿sirve de algo escribir de nuevo sobre esto si nada cambia, si el sistema en el que creíamos nos falla una y otra vez? Y tengo que recordarme que por supuesto que sirve, que cada palabra que pongo hoy aquí me devuelve la claridad, me recuerda que la línea entre lo atroz y lo normal la decide una sociedad en su conjunto y si uno no la vigila, hay otros que la van moviendo.
Ahora dejaré de escribir e iré a ponerme el bañador. Me uniré a mis amigos en el lago. Cambiaré el murmullo de los árboles por gritos, risas y chapoteos, y lo haré con el corazón funcionando, consciente de disfrutar un momento luminoso en una época cada vez más oscura. Y por supuesto que seguiré con mi vida, pero ya no pensaré que es normal, porque la normalidad en la que yo creía está siendo destruida a cada momento. No me olvidaré ni me cansaré de decirlo.
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