Siempre me ha sorprendido la precisión de la palabra «marginal». En su acepción más dura, la que se refiere a personas, describe de manera gráfica cómo lo que llamamos sociedad no es más que un mapa de experiencias y usos sociales, en el que ciertos grupos, por falta de recursos, viven en los márgenes.
Hay otras formas más privilegiadas de no «encajar». Puede estar en la propia personalidad de uno, demasiado singular para integrarse del todo en algunos grupos como los del colegio o el trabajo. O puede caer sobre ti como una enfermedad física. Una depresión, por ejemplo, en la que el cerebro deja de reaccionar positivamente a ciertos estímulos y dejamos de verle sentido a formar parte de la dinámica social, a ocupar «nuestro lugar» en la vida.
Permanecer en el margen de las cosas, cuando no es voluntario, tiene solo una cosa buena: resulta la única posición desde la que ver con claridad el conjunto que formamos y cómo funciona esa maquinaria monstruosa que no alcanzamos a ver cuando estamos dentro. Lo que observamos desde ese exilio se graba en nuestra memoria a fuego. Con suerte y con mucho esfuerzo se puede salir de la marginalidad —desde la más extrema a la más privilegiada—, se puede volver a vivir en el corazón del mecanismo, pero ya no se olvidará lo que se vio desde fuera. Lo sé porque lo he experimentado y puedo reconocerlo en otros. Es un viaje del que jamás se vuelve por completo.
La cuarentena por el coronavirus, el cierre del país, ha sido como un parón en seco que nos ha sacudido a todos y nos ha lanzado despedidos, con una fuerza proporcional a nuestra posición previa, pero sin excepciones. Todo un país asomado a los balcones, viviendo al margen de su propia vida. Todo un país mirando las calles vacías y viéndose por fin desde fuera, comprobando cómo funciona la máquina, en qué se apoya, a quién golpea más fuerte y quién se beneficia más de ella. Desde esta perspectiva se observan los puntos débiles de nuestra sociedad, sus grandezas y sus mezquindades. ¿Y nosotros? Nos miramos de balcón a balcón y nos vemos distintos. Desubicados, frágiles, humanos y, sobre todo, parte del mismo engranaje. Cuando todo esto pase, nos cruzaremos sin mirarnos, haremos como que no nos conocemos, pero nunca olvidaremos que un día ocurrió algo extraordinario: compartimos el mismo problema.
Desde el margen también cuestionamos quiénes somos como individuos. ¿De qué depende nuestro bienestar diario? ¿Quién es esa gente con la que vivimos, ahora que la vemos 24 horas al día? Quizá no supiésemos que los queríamos tanto y nos hacían tanta falta. Quizá ahora nos parezcan extraños.
No sé cuánto tiempo tardarán los engranajes en volver a girar con normalidad. Es probable que una inmensa mayoría esté deseando olvidar todo esto. Reconstruir rápidamente lo que se ha perdido y seguir la vida en el punto que la dejamos. Esa gente ignorará voluntariamente lo que ha visto, pero en lo más profundo no podrá negarlo. Y habrá otros que no quieran hacerlo. Habrá quien no soporte la idea de volver a formar parte de la misma dinámica, sin antes desmantelarla y reformarla. Sea como sea, ahora todos sabemos lo que es estar al margen y eso, queramos o no, nos cambiará por completo.