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Volver del todo

Este texto fue originalmente publicado en la revista Vanity Fair.

De todos los memes, posts, tuits, fleets, stories, reels y demás mensajes de socorro lanzados al mar de Internet durante la pandemia, el que más me impactó fue un vídeo con la imagen fija de un pasillo, las puertas de unos aseos y una canción un poco distorsionada, como si la escuchásemos a lo lejos, acompañada del siguiente mensaje: «Dakiti sonando mientras estás en el baño de la discoteca. No llores, simplemente cierra los ojos y disfruta». Este combo de imagen y sonido acumulaba 54.700 “me gusta”, dedicados al recuerdo, no de estar en la pista bailando la canción de Bad Bunny y Jhay Cortez, sino a estar oyéndola de fondo, desde el baño. Un homenaje a esa sensación de momentánea calma y de gloriosa anticipación: en unos segundos, volverá el estallido de música, las luces, la multitud. 

Este vídeo me recordó algo que me contó una amiga en los días más oscuros del confinamiento, durante una de esas videollamadas con mucho vino que nos sirvieron como terapia de grupo. Decía mi amiga que al ir al baño así, algo desorientada por el alcohol, escuchaba nuestras voces y nuestras risas en el salón y por unos segundos creía que al volver estaríamos allí en su casa, igual que otras tantas noches, como si toda la pandemia no hubiera sido más que una pesadilla.

Durante los meses pasados he reflexionado a menudo sobre la liminalidad. La palabra viene del latín limes, que significa límite o umbral y define el momento de transición entre dos etapas, dos espacios, dos ámbitos. Es un concepto que se usa para hablar de estados de la consciencia ambiguos, como el delirio o el duermevela, etapas vitales, como el paso de la adolescencia a la madurez, o espacios físicos, como salas de embarque, ascensores y pasillos. En esta enumeración tan variada no dejo de ver dos denominadores comunes y algo contradictorios: la incomodidad y la expectación.

Hay algo en la liminalidad que nos repele y nos atrae. Durante estas transiciones espaciales o emocionales, a menudo nos desorientamos, perdemos de vista nuestros referentes y a veces, incluso, nuestra propia identidad. Pero al mismo tiempo, como en cualquier viaje, sentimos la emoción del cambio, la esperanza de descubrir algo bueno al otro lado.

El folklore está lleno de cuentos y leyendas sobre el peligro de los espacios liminales. Son esas historias de personas que, por necesidad o accidente, visitan lugares mágicos y a causa de un estúpido error, como echar la vista atrás o comer una fruta, quedan allí atrapadas para siempre. Otros consiguen volver, pero ya nunca vuelven a ser los mismos. Este temor atávico y colectivo a las secuelas de un trauma lleva todo el año palpándose en el aire. Estos meses raros, llenos de sensaciones y mensajes contradictorios, son el equivalente a los baños de una discoteca o al pasillo de una casa a oscuras. ¿Sonará aún la música cuando lleguemos a la pista? ¿Estarán nuestros amigos riendo y brindando en el salón? Algunos sentimos el corazón oprimido bajo la tensión de dos fuerzas opuestas: el terror a no ser capaces de volver del todo y la euforia por estar al fin de vuelta.

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