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En defensa de la soltería

Este texto fue originalmente publicado en la revista Vanity Fair.

Reconozco que me ha costado incluir la palabra «soltería» en el título. Es un término feo, anticuado y con tantas connotaciones negativas que no tendría espacio en esta columna para enumerarlas. La prueba de que una palabra ha caído en desgracia es que el lenguaje publicitario la evite. Y si encima se prefiere como alternativa un anglicismo tan forzado y ridículo como «single» es que el problema es grave. Podríamos decir que «soltería» alcanza casi la categoría de tabú.

Analizar el lenguaje es como ofrecer a la sociedad el diván de nuestra consulta para que se tumbe y empiece a confesarnos todas las cosas que le preocupan. Nos resistimos a usar el término «soltería». Soltero, soltera, solterona… Realmente no hay nada que hacer. Suena a copla con la que atormentar a las mozas casaderas. ¿Pero es solo la historia que arrastra la palabra? ¿O será que no nos gusta porque aún no hemos hecho las paces con el concepto que representa?

Últimamente leo a mucha gente decir que necesitamos nuevos formatos de relaciones afectivas. Que la monogamia es un modelo impuesto, que está obsoleto y nos hace infelices. No estoy de acuerdo. Todas las relaciones personales de largo recorrido son complicadas. El problema es cuando decimos que se «rompen» en lugar de que «terminan». Es absurdo pensar que algo tan volátil como un vínculo emocional se va a mantener inalterable en el tiempo. Lo lógico es que evolucione, se intensifique o se desvanezca, se agote o se acabe transformando. Y, por suerte o por desgracia, no existe garantía de que vaya a durar toda la vida. Lo que nos hace daño no es el tipo de relación, sino nuestras expectativas.

Cuando una relación termina, volvemos al estado por defecto: la soltería. Según la persona que seamos, disfrutaremos más o menos de estar solos, pero en cualquier caso sufriremos el peaje social y económico que acarrea esta opción. Quizá podamos, por ejemplo, permitirnos el lujo que supone alquilar o poseer una vivienda para nosotros solos, pero siempre tendremos por vecina a la sospecha. Conocidos, lejanos, cercanos y hasta íntimos se preguntarán por qué no tenemos pareja, si nadie nos quiere o si somos material defectuoso.

Estar soltero no significa vivir aislado y sin afectos. Puedes no tener pareja y pasar la mayor parte de tu tiempo con familiares y amigos. Nadie cuestiona la riqueza e importancia de ese otro tipo de relaciones y, sin embargo, parece que no sirven para validarnos socialmente. A menudo escucho a mujeres y hombres solteros aclarar que si no tienen pareja, «es porque no quieren». ¿Y qué pasa si preferirías vivir en pareja pero no has conocido a nadie o no eres correspondido? ¿Debes avergonzarte entonces? ¿Debes sufrir por ello?

Si la soltería fuera una opción más valorada, tan respetable como tener pareja, no consideraríamos el fin de una relación como un fracaso. No forzaríamos o prolongaríamos relaciones que nos hacen infelices por miedo a estar sin pareja. No sentiríamos la presión social de «encontrar el amor» a toda costa, ya sea bajo el modelo tradicional monógamo u otros más modernos como el poliamor.

Es gracioso y paradójicoque si queremos mejorar nuestras relaciones, si queremos tener vínculos afectivos sanos que duren y nos hagan felices a largo plazo, lo más inteligente que podemos hacer es recuperar tan infame palabra, honrar el término y reconciliarnos con su significado: reivindicar de una vez por todas la soltería. 

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