Una de las cosas que más me gusta de Internet es cuando una idea contagiosa en forma de meme arraiga de tal modo en el imaginario colectivo que acaba convirtiéndose en una creencia mitológica de nuestro tiempo. Sabemos que no tiene base racional, porque somos criaturas ilustradas, pero nos viene bien para explicar el mundo, así que medio en broma, medio en serio, incorporamos estos símbolos al lenguaje y al hacerlo les damos aún más poder.
El ejemplo perfecto de este fenómeno se remonta cuatro años atrás, en 2016, cuando la muerte sucesiva de algunas celebridades empezó a generar sorpresa en Twitter. En realidad, la única anomalía estadística que se produjo ese año fue que había más personas que nunca conectadas a Internet para comentarlo. Y como el cerebro humano es como es, hizo falta muy poco para pasar del «este es el año de las muertes de los famosos» a «este año es un asesino de famosos». De esa forma 2016 cobró vida, se convirtió en un ente con una personalidad propia y terribles intenciones.
Aparte de personificar, otra cosa que le encanta hacer a nuestro cerebro es crear un relato. Si 2016 había resultado ser un asesino de famosos, ¿qué podíamos esperar del año siguiente? Como en las historias, donde vencida una amenaza surge otra peor, seguimos construyendo una narración en la que 2017 y 2018 no solo mataban famosos, sino que llegaban llenos de desgracias. 2019 fue especialmente odiado. En la última Nochevieja lo abandonamos con muchas ganas de recibir a 2020, precioso número y cambio de década. Por motivos también irracionales, 2020 prometía por fin un giro de guion.
Ahora todos sabemos cómo fue la cosa. Ninguna de las catástrofes por las que se recordará 2020 ha sido del todo fortuita, ni siquiera las meteorológicas. Todas son consecuencia de fallos estructurales en nuestra sociedad. Y, sin embargo, que hayan coincidido en este año fatídico es difícil de pasar por alto. La broma de personificar 2020 ha traspasado los límites de Twitter y ha calado en el mainstream. El consenso es unánime: este año nos quiere matar a todos. Recientemente me pregunté si esto era un fenómeno nuevo o había pasado antes. La expresión en latín annus horribilis nos inclina a pensar que sí, pero en realidad se usa desde hace apenas dos siglos. Su opuesto, annus mirabilis, año de los milagros o de las maravillas, viene de más atrás. Se ha aplicado a años de triunfos militares o descubrimientos científicos, pero su origen es el título de un poema de John Dryden dedicado a 1666. Al leerlo me sorprendió que un año así, de número tan inquietante, hubiera sido bueno. Y entonces descubrí que fue el año en que Londres sufrió varias guerras, una epidemia de peste y un incendio devastador. El poema no es irónico, sino una larguísima oda a la ciudad y a las gentes que se sobrepusieron a esta prodigiosa sucesión de calamidades.
Tengo que reconocer que la perspectiva de John Dryden me dejó desarmada. ¿No tiene algo de razón? ¿No debería ser ese nuestro relato? 2020 ha sido un año terrible, pero extraordinario a su manera. Y a pesar de todos los desastres globales y personales, o precisamente por ellos, deberíamos celebrar nuestra asombrosa gesta y maravillarnos de seguir aquí para decirle adiós.