Hace unos meses, en verano, alguien afirmaba en Twitter, con mucha sorna, que, desde su privilegiada posición con vistas a la playa, podía confirmar que los españoles habíamos comido una barbaridaddurante el confinamiento. Condicionada quizá por este comentario, cuando por fin pude pisar yo misma la arena, me pareció encontrar una surtida exhibición de cuerpos torpes y generosos. ¿Pero cómo deberían ser los cuerpos?, pensé. ¿Más delgados? ¿Más atléticos?
Esa tarde, en una habitación de hotel, miraba a mi novio en la cama, hundido en las profundidades de una siesta feroz de verano. Tenía la boca entreabierta y una de esas posturas ridículas que solo la inconsciencia permite. Sonreí y me inundó de pronto esa sensación de amor inabarcable y ternura que la gente confunde a menudo con un «te quiero tal y como eres», que implica un «te quiero con tus defectos», ¿pero qué defectos? No, ese sentimiento de amor arrebatado para mí significa otra cosa. Es reírte de las apariencias. Es reconocer que la imagen que proyecta el objeto de tu amor es tan solo un espejismo. Que nadie conoce tan bien como tú los abismos, los tesoros, la persona infinita que se esconde detrás.
Llevo preguntándome desde entonces por qué no fomentamos ese sentimiento hacia nosotros mismos. Tu cuerpo es tu mayor secreto. Quizá, de cara a los demás, no dice nada interesante de ti: poco tiempo para ir al gimnasio y una dieta indulgente. Pero nadie más sabe su alcance, su límite, su historia, sus hazañas. Nadie puede imaginar a qué lugares te ha llevado, cómo ha resistido, el placer que te ha brindado. Cada cicatriz y cada arruga son parte de esa historia que solo te pertenece a ti.
Tenemos una relación ridícula con los cuerpos. Incluso cuando adoptamos una actitud positiva hacia ellos hablamos de «mejorarlos», o peor, «aceptarlos». Decimos «no me importan los michelines, las estrías ni la celulitis», como si no fuera una proeza que tu cuerpo sano, gracias a sistemas tan sofisticados con los que la tecnología solo puede soñar, te permitiera formular ese mismo pensamiento. ¿No es casi un insulto valorarlo poniendo el foco en aspectos tan superficiales? Sé que es necesario porque no hay más que entrar en Instagram para entender que haber alcanzado esa fase de «aceptación» es todo un logro en el contexto actual.
Pero no deberíamos aceptar nuestro cuerpo, deberíamos honrarlo. Maravillarnos cada día de que siga funcionando y cuidarlo para que siga haciéndolo. No por la imagen que queremos que proyecte, no porque aspiremos a ser «una versión mejor de nosotros mismos» —¿de quién es el baremo que se aplica aquí?—, sino porque nuestro cuerpo es lo único que realmente poseemos. Es nuestra historia, nuestro medio, nuestra vida. La propia maquinaria que nos permite ser conscientes de él y juzgarlo a veces con tan poco acierto.
Mi cuerpo ha acusado los meses de poca actividad. Está más pesado y funciona un poco peor que antes. Lo noto envejecer a cada segundo. Y es justo ahora cuando más ternura me produce. No me importa lo que otros ven, esto es entre mi cuerpo y yo. He decidido quererlo y honrarlo porque tengo mucho que agradecerle. Le debo tanto. Le debo todo.