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Los últimos de la Tierra

Este texto fue originalmente publicado en la revista Vanity Fair.

Confieso que estoy enganchada al reality show más aburrido de la historia. Durante cuatro temporadas, el programa sigue el día a día de varias familias que viven repartidas en una reserva natural del norte de Alaska, en el círculo polar ártico. Pero en cada capítulo no hay romances, ni peleas, ni pruebas por equipos. Ni siquiera interactúan entre ellos porque cada cabaña está a cientos de kilómetros de las otras. Los protagonistas arreglan su casa y a veces salen a cazar. Aunque están siempre muy atareados, el ritmo del montaje no es frenético. Una música tranquila acompaña planos largos de un paisaje casi incomprensible a nuestros ojos por la falta de edificios, vehículos, infraestructuras e incluso caminos. Solo bosque y nieve hasta donde alcanza la vista.

Los participantes se sientan delante de la cámara y repiten una y otra vez lo difícil que es vivir en esas condiciones de aislamiento y lo privilegiados que se sienten por poder hacerlo. Lo son, de hecho. Desde 1980 solo un puñado de familias tiene licencia para seguir habitando su cabaña. Por eso el programa se llama Los últimos de Alaska (Dplay).

Descubrí el reality un día por casualidad y experimenté algo que se repetiría después con cada capítulo. Me sentí por unos segundos desorientada. ¿Quién era yo? ¿Qué hacía en un edificio en medio de una ciudad? ¿Qué sentido tenía sentarme delante de un ordenador cuando debía estar preparándome para el invierno? No entendí realmente lo que me pasaba hasta que meses después leí una entrevista con Gordon Hempton, un «ecologista acústico» que se dedica a viajar por el mundo grabando los sonidos más raros de la naturaleza. Decía Hempton que la crisis climática no era más que un síntoma de nuestra crisis espiritual. En nombre del progreso, nos hemos desvinculado del medio y hemos perdido nuestra identidad y nuestro propósito.

Cuando era pequeña veía unos dibujos animados en los que un tal Capitán Planeta luchaba contra un grupo de malvados llamados «los contamimalos» que trataban de destruir el medioambiente. Durante años pensé en esta serie como un adoctrinamiento eficaz para convertir a los niños en ecologistas hasta que ahora veo el enorme fracaso que ha supuesto asociar el ecologismo con la moralidad.

El otro día en un telediario una niña repetía como un loro algo que seguramente habría oído a muchos adultos: «¡La naturaleza es buena!». Qué gran mentira. La naturaleza es bella, pero también aterradora y hostil la mayor parte del tiempo. Los últimos de Alaska no son buenos ni malos. Son personas con un propósito clarísimo ligado a su íntima relación con el medio. En ocasiones la naturaleza los quiere matar y en otras les proporciona sustento y paz de espíritu. Es una relación profunda y apasionada que da sentido a cada uno de sus días. Llevamos décadas armando una narrativa en la que «cuidar la naturaleza» es «lo correcto», «lo responsable», sin entender que a la naturaleza le damos igual, que somos nosotros los interesados en alcanzar el equilibrio y restaurar nuestra cordura colectiva volviendo a establecer un vínculo con la tierra que pisamos. Hemos confundido ecologismo con bondad, cuando se trata de pura supervivencia.

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