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Nuestra suerte cósmica

Este texto fue originalmente publicado en la revista Vanity Fair.

Tengo un dato preferido. Lo leí hace unos años en un libro de historia y desde entonces aprovecho la mínima excusa para soltarlo en cualquier conversación. A estas alturas lo he difundido ya entre todos mis conocidos y no sé por qué los lectores de mi columna iban a ser menos. Así que aquí va: desde la construcción de las grandes pirámides de Egipto hasta el reinado de Cleopatra pasó mucho más tiempo que desde Cleopatra hasta nosotros. Es decir, estamos más cerca de Cleopatra que ella de las pirámides. 

Cleopatra nació en el 69 a. C. y gracias a su famoso romance con un poderoso militar romano no nos resulta chocante situarla próxima al nacimiento de Cristo. Lo que cuesta más asimilar es que, desde su última gobernante, el Imperio egipcio se remonte 3.000 años atrás.

Estoy segura de que si un egipcio contemporáneo a la construcción de las pirámides viajara 3.000 años en el tiempo, notaría muchos cambios —entre otras cosas, una intolerable presencia de romanos por todas partes—, pero imaginemos qué pasaría si le hiciéramos dar un segundo salto de tan solo 2.000 y lo trajéramos hasta nuestros días. ¿Quién iba a ser capaz de explicarle este panorama?

Cuando era adolescente y leía sobre el universo, fantaseando sobre la existencia de vida extraterrestre, me topé con la famosa reflexión de Carl Sagan: si existiera vida en otros planetas sería extraordinario. Pero si nosotros somos la única forma de vida en el universo sería más extraordinario aún. Desde entonces pienso que invertimos muy mal nuestra capacidad de asombro.

Nos parece increíble que la predicción vaga y genérica de un horóscopo semanal se corresponda con nuestras vivencias y no nos sorprende pensar que, en los aproximadamente 200.000 años que nuestra especie ha deambulado por el mundo, hayamos ido a nacer en una época de progreso exponencial, en la que el día a día de una persona ha cambiado más en tan solo 100 años que en anteriores milenios.

Nos quejamos de la sobreinformación y de esta aceleración absurda de los acontecimientos —yo lo hago a menudo, concretamente desde esta columna—, pero somos poco conscientes de que, aunque con terribles desigualdades, el poder nunca ha estado tan repartido. Las democracias modernas son sistemas mejorables, pero «elegir» no es una actividad que las masas hayan practicado mucho durante la historia. Nosotros podemos elegir, podemos expresarnos, podemos decidir entre todos qué significa lo que llamamos «progreso» y qué nueva dirección deberíamos darle para que no nos acabe matando.

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